Me parece que no se puede hablar hoy de la Virgen sin
comenzar recordando aquellas
palabras capitales en las
que el Concilio Vaticano II recuerda
cómo debe ser una verdadera devoción católica a María.
Por todo
eso volveremos siempre a Ti, oh Madre Virgen del Mar. Porque Tú eres el más
hondo sentir de nuestro pueblo y de nuestra Iglesia. Porque Tú eres el orgullo
de nuestra querida Almería.
Compruebo,
cada año, los frutos que diariamente recogemos a manos llenas de la Santísima
Virgen del Mar, fruto de la búsqueda incesante, actitud propia del cristiano,
que siempre está en camino hacia Ella.
Y esto se
llama valentía, la valentía; una actitud muy propia de los jóvenes: la disputa
para conseguir el primer puesto en la vida. A ellos les digo hoy especialmente
y les invito a reflexionar para que conecten de nuevo con los orígenes
apostólicos de nuestra tradición cristiana que constituye la identidad del
pueblo católico como un estilo de vida, que refleje y se manifieste en el amor
como clave de la existencia humana y que potencie los valores de la persona,
para comprometerla en la solución de los problemas humanos de nuestro tiempo.
Una vez más los jóvenes son los que tienen que recibir la antorcha de nuestras
manos cuando estamos en el momento de las más gigantescas transformaciones de
su historia. Son ellos los que, recogiendo lo mejor de nuestro ejemplo y
enseñanzas, van a formar la sociedad del mañana y la hermandad del futuro.
No
estamos preocupados porque la sociedad que vais a constituir respetará la
dignidad, la libertad, el derecho de las personas, porque esas personas sois
vosotros.
San Marino, repetía a sus monjes, y hoy os lo digo yo a
vosotros, jóvenes de Almería, Sevilla, Barcelona, Madrid y del mundo: Quien no se lanza mar adentro nada sabe del
azul profundo del agua. Ni del hervor de las aguas que bullen.
Nada sabe de las noches tranquilas cuando el
navío avanza dejando una estela de silencio.
Nada sabe
de la alegría de quedarse sin amarras, apoyado solo en Dios, más seguro que el
mismo océano. Virgen Madre de las vocaciones, toca el corazón de nuestros
jóvenes para que descubran a Cristo y se entreguen a Él. Hazles generosos,
puros, trabajadores, hombres y mujeres de fe. Danos una juventud nueva, santos
nuevos, como quiere el Papa, para que sigas eligiendo entre ellos almas
valientes que te sigan de cerca en el sacerdocio, en las misiones, en la vida
contemplativa…
Madre del SÍ, hazles saborear la alegría de la entrega, la
grandeza del amor generoso y la necesidad que tiene el mundo y la Iglesia de
jóvenes santos. Los laicos tenemos una vocación que seguir, pero también
tenemos algo que cumplir: una misión que llevar a cabo. Y, centrando todo esto,
lo tenemos que hacer tanto dentro de la Iglesia católica como en el mundo
porque no se entiende que no exista unidad de vida entre lo que se dice ser y
lo que, en el mundo, se hace y dice. Y no es poco lo que dice: tratar de ser
santos, no perder la oración como instrumento espiritual de primer orden,
mantener un camino de fe que no debemos dejar y, en fin, tener en cuenta en
nuestra vida a personas que nos pueden echar una mano muy grande en el
recorrido de nuestro camino hacia el definitivo Reino de Dios. Es decir crear y
vivir en hermandad.
A todo
esto la Virgen del Mar le llama a ayudar a bien vivir, es decir, hacer el bien
a manos llenas. La Virgen del Mar nos hace señales. Ella adivina nuestros
miedos, pero penetra en nuestra afectividad con sus sentimientos tan lúcidos y
a la vez tan misericordiosos.
En
nuestra sociedad actual es necesario que el servicio de la Iglesia al mundo se
exprese mediante fieles laicos iluminados, capaces de actuar dentro de la
ciudad del hombre, con la voluntad de servir más allá del interés privado, más
allá de puntos de vista parciales y particulares. El bien común es más
importante que el bien de cada uno y los cristianos estamos también llamados a
contribuir al nacimiento de una nueva ética pública.
Igualmente
me siento impulsado a reflexionar en voz alta confesando una fe que vivo con
amor y a expresar, de algún modo, las razones de la devoción entrañable que los
almerienses dedicamos con especial veneración a nuestra Patrona la Santísima
Virgen del Mar. La religiosidad popular que no se apaga y su figura son
referencias elocuentes para la espiritualidad cristiana y que, concretamente en
Almería, en Sevilla, en Barcelona y en Madrid, la seguimos contemplando
gozosamente y su Purísima imagen la ubicamos en la historia de nuestra
salvación. María es miembro eminente de la Iglesia. Ella escuchó atentamente la
palabra del Hijo, meditó con amor sobre su contenido, lo asumió y lo puso en
prácticas y vino a ser tierra buena donde agarró y creció el proyecto de Dios.
María es
“la llena de Gracia”, la mujer donde la mirada benevolente de Dios se ha
manifestado de modo especial, y la discípula más fiel de Jesús. Habiendo vivido
de forma tan singular esa proximidad de Dios y la sintonía con el Hijo, la
Virgen merece una veneración especialísima. Una fe madura no puede olvidar esta
referencia.
Y
continuando con la devoción, me parece que no se puede hablar hoy de la Virgen
sin comenzar recordando aquellas palabras capitales en las que el Concilio Vaticano II recuerda cómo debe
ser una verdadera devoción católica a María. “Recuerden los fieles que la
verdadera devoción no consiste ni en un estéril y transitorio sentimentalismo,
ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe verdadera, que nos lleva a
reconocer la excelencia de la Madre de Dios y nos inclina a un amor filial
hacia nuestra madre y a la imitación de sus virtudes” Creo que no se puede
decir más en menos palabras. Y empieza el Concilio recordándonos, en primer
lugar, lo que la devoción mariana no es, porque demasiada gente usa a la Virgen
como un recurso emotivo, como un refugio sentimental, como un recuerdo
infantil. La ternura es buena, buenas son las flores y las velas, pero siempre
que no se quede todo ahí, siempre que la devoción no se reduzca a un estéril y
transitorio sentimentalismo que afecta solo al corazón, pero no influye en la
vida.
Explica luego el Concilio qué es la devoción
mariana y señala tres aspectos fundamentales: algo que brota de la fe, que
conduce al amor y produce la imitación de las virtudes. Tres aspectos
fundamentales e imprescindibles.
La
devoción mariana surge de la fe y es por tanto inseparable de Cristo. La
grandeza de María viene de su relación con Jesús.
No es una
diosa independiente. Es la madre del Salvador. Y mal se podría creer en María
si no se creyera en serio en la salvación que a nosotros y a Ella nos llega de
Jesús.
Esta fe
conduce al amor. Nosotros queremos a la Virgen y la queremos tierna y
apasionadamente, como se quiere, sin metáforas, a una verdadera madre. Ella no
solo ayuda a engendrarnos en la gracia, sino que sigue engendrándonos en ella
con su amor maternal.
María es
el modelo de fe más grande que conocemos. Ella fue “feliz por haber creído”,
aunque su vida fue un continuo caminar por el “claroscuro” de la fe. Su fe fue
puesta a prueba muchas veces. Pero Ella se mantuvo firme, y su fe no la
defraudó. Que Ella nos alcance la gracia de redescubrir y renovar el tesoro de
nuestra fe, para que así experimentaremos también la felicidad de creer en un
Dios que es Amor y que solo nos pide la apertura suficiente para dejarnos
encontrar.
Ese amor
se manifiesta en la imitación de sus virtudes. Esta es la verdadera piedra de
toque de la devoción mariana. Porque de nada nos serviría visitar sus
santuarios, rezarle rosarios, encenderle velas, hacerle promesas, llevarle
flores, si no terminamos por parecernos a Ella.
Debemos
preguntarnos en qué nos parecemos a Ella. Porque - como dijo Pablo VI- “es
natural que los hijos tengan los mismos sentimientos que sus madres y reflejen
sus méritos y virtudes”.
Miguel
Iborra Viciana
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