Sube aún más arriba,
sobre los coros de los Ángeles, y hallarás otra gloria
singular, la cual
maravillosamente alegra toda aquella corte soberana
y embriaga con maravilloso
dulzor la ciudad de
Dios
La
devoción es un estímulo, es una habilidad y un don celestial que inclina
nuestra voluntad a querer con gran ánimo y deseo todo aquello que pertenece al
servicio de Dios, escribía santo Tomás, es una de las cosas que las
personas tenemos mayor necesidad, porque la devoción no es otra cosa sino un
refresco del cielo, un soplo y aliento del Espíritu Santo.
Esto es
lo que experimentamos cada día nosotros, fieles devotos de la Santísima Virgen
del Mar, con nuestra señalada devoción y sentimos aquellas palabras del Profeta
Isaías que dicen “Los que esperan en el Señor, mudarán la
fortaleza, tomarán alas como el águila, correrán y no se cansarán, andarán y no
desfallecerán”. Tiene también otra
cosa la devoción: ser como una fuente y manantial de buenos deseos que riegan
nuestro corazón. Y como ayuda es especialmente indicada la oración, cuando es
atenta y devota y va acompañada de espíritu y fervor, como lo dice san Lorenzo
Justiniano con estas palabras: “En el
ejercicio de la oración se alimpia el alma de los pecados, apaciéntese la
caridad, alumbrase la fe, fortalécese la esperanza, alégrese el espíritu,
derrítanse las entrañas, pacifíquese el corazón, descúbrese la verdad, véncese
la tentación, huye la tristeza, remuévanse los sentidos, repárase la virtud
enflaquecida, despídase la tibieza, consúmense los vicios, y en ella saltan
centellas vivas de deseos del cielo, entre las cuales arde la llama del divino
amor”.
¡Qué
maravilla el ejercicio de la devota oración que hace mudar las costumbres del
hombre viejo y vestirse del nuevo y alcanzar las virtudes propias de un
cristiano en sus tres partes principales: la utilidad, la necesidad y la
perseverancia! María es modelo de la Iglesia en la acción de gracias más
completa y perfecta y Maestra de intercesión, toda su vida es un Magníficat
ininterrumpido, una intercesión constante a favor de sus hijos, así debe ser
también la del cristiano.
La Virgen
del Mar, la de todos los días, ya tan familiar que ha recibido miles y miles de
confidencias generosas, implorantes o doloridas, anhelantes, ofrendas de
favores concedidos y el correspondiente regalo de plegarias, hábito incesante
de la oración, que es la respiración del alma, gozo placentero, regocijo con
toda clase de amables luces.
En mi
primer saludo invocaba a María como MADRE DE DIOS. Ya la semilla de Dios crecía
en su blando seno. Y un apóstol no es apóstol si no es también mensajero. María
se puso en camino y fue de prisa a la montaña, a una ciudad de Judá. Entró en
casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando Isabel oyó el saludo de María, el
niño empezó a dar saltos en su seno. Entonces Isabel, llena de Espíritu Santo
exclamó a grandes voces “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu
vientre”, y nosotros seguimos diciendo “Santa María, Madre de Dios, ruega por
nosotros pecadores”.
De Ella
aprendemos el ‘idioma materno’, esa forma de hablar y de expresarnos que nos es
connatural, y que se aprende de los labios, los gestos, las expresiones, los
tonos y cadencias de voz de la madre física. En el misterio de la vida en Dios,
el idioma de la piedad se aprende por María.
La
teología cristiana, renovada profundamente por la “primavera” del Concilio
Vaticano II, en donde la mujer María está representada con un papel
significativo atestiguada por las palabras “Me llamarán dichosa todas las
generaciones”. A María, parte en la que está presente el todo, mujer verdadera
y concreta, icono del misterio de gratuidad luminosa, imagen perfecta, Madre de
Dios, don de la vida, amor sin condiciones ni reservas y la imagen de la inmensidad
terrenal.
En este
compendio tan denso, permitidme un recuerdo en testimonio de todo lo que he
recibido de la mujer en mi ser humano y cristiano a mi madre, Carmen, que
corresponde desde el cielo al cariño del recuerdo y a la gratitud del corazón
en el dialogo de la oración, y en ella a todas las mujeres, gracias a ellas
seguirá viviendo todavía el mundo, para que expresen en la plenitud del amor su
capacidad de acogida fecunda, de gratuidad radiante, de reciprocidad y de
anticipación del futuro que viene. Agradecimiento infinitamente debido en todo
lugar y en todo tiempo de la historia a todas las que encuentran en María su
imagen más transparente: la mujer.
Qué puedo
escribir de Ti, Virgen María, no lo sé. Los caracteres se quedan cortos. Basta
suspirar un momento, cerrar los ojos, reposar el corazón entre tus manos, para
saber que estoy a salvo, que tu cariño envuelve mi alma con ternura, como
acogiste al Verbo eterno en tus entrañas. Bastó un momento para que el tiempo
se parara, para que la eternidad tomara forma, para que la historia fuera
cierta. Todo cobró sentido cuando tu mirada, temblorosa, posó sus pupilas en la
luz del Espíritu, y quedaste embriagada de amor. El sí de una joven hizo que el
Cielo se llenara de esperanza, que todo un Dios inclinara su cabeza, agradecido
ante la generosidad de su criatura. Cómo no se van a llenar los ojos de
lágrimas al contemplar un hecho tan suave y ardoroso, cuando tu corazón se
abrió, mostrando toda su pureza. Cómo no sobrecogerse cuando miras, cuando hasta
el Creador llora de amor al unirse Contigo. Cómo no arrodillarse, al saber que
eres Tú mi Madre, mi amiga… Esa sonrisa discreta, esa palabra callada, esa
caricia dulce, esa mirada tierna… ¡Oh María! Qué momento tan sublime. Llena de
gracia… Llena de vida… Llena de esperanza. Sube aún más arriba, sobre los coros
de los Ángeles, y hallarás otra gloria singular, la cual maravillosamente
alegra toda aquella corte soberana y embriaga con maravilloso dulzor la ciudad
de Dios.
Alza los
ojos y mira aquella Reina de misericordia, llena de claridad y hermosura, de
cuya gloria se maravillan los Ángeles, de cuya grandeza se glorían los hombres.
Esta es la Reina del cielo, coronada de estrellas, vestida de sol, calzada de
la luna y bendita sobre todas las mujeres.
Mira,
pues, qué gozo será ver a esta Señora y Madre nuestra, no ya de rodillas ante
el pesebre, no ya con los sobresaltos y temores de lo que aquel santo Simeón le
había profetizado, no ya llorando y buscando por todas partes al Niño perdido,
sino con inestimable paz y seguridad asentada a la diestra del Hijo, sin temor
de perder jamás aquel tesoro.
Ya no
será menester buscar el silencio de la noche secreta para escapar el Niño de
las celadas de Herodes huyendo a Egipto.
Ya no se
verá más al pie de la cruz, recibiendo sobre su cabeza las gotas de sangre que
de lo alto caían y llevando en su manto perpetúa memoria de aquel dolor. Ya no
padecerá más el agravio de aquel triste cambio, cuando le dieron al discípulo
por el Maestro y al criado por el Señor. Ya no oirán más aquellas dolorosas
palabras que debajo de aquel árbol sangriento, con muchas lágrimas decía:
¡Quién me diese que yo muriese por ti, Absalón, hijo mío, hijo mío Absalón!
Queridos
paisanos, amigos, hermanos en la Santísima Virgen del Mar, ya todo esto se
acabó, y la que en este mundo se vio más afligida que toda pura criatura, se
verá ensalzada sobre toda criatura, gozando para siempre en la tierra de sus
amores. Almería, porque en Ella están todos los bienes, toda la hermosura y
todas las perfecciones. Es como un árbol del que pende toda clase de fruta,
como una flor que tiene todas las gracias, como un manjar que tiene todos los
sabores y como un piélago para donde corren todas las aguas.
Silencio.
Hagamos silencio, exterior e interior, porque contemplaremos a la Madre de
Dios…
Miguel Iborra Viciana
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