Nada hay más humano que la santidad. El humanismo auténtico se basa en el amor y si no existe el amor se deshumaniza el corazón humano. Parece mentira que la palabra santidad haya sido considerada como una acto más o menos pío de aquel que la vive con ilusión y entrega. Y es todo lo contrario. La santidad es aquella que contiene todos los valores que se proclaman por doquier. El Concilio Vaticano II la proclamó como la experiencia más profunda del que apuesta por la caridad: “Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad y esta santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena” (Lumen Gentium, cap. V, nº 40). Todos los bautizados tenemos ya en germen la vocación a la santidad y no debemos confundir tener un deseo de santidad con el vivir en cada momento con las obras que realiza la caridad. Los deseos si no van acompañados de las obras se convierte en el dicho “obras son amores y no buenas razones”.
El gran
reto que hoy nos debe preocupar es el de luchar para que reine el amor. La gran
crisis de hoy es la falta de amor. Y el amor no se vive por impulsos
sentimentales sino por entrega generosa. Qué bien lo define San Juan de la
Cruz: “Pero el amor sólo con amor se cura. El amor de Dios es la salud del
alma. Y cuando no tiene cumplido amor, no tiene salud cumplida y por eso está
enferma. La enfermedad es falta de salud. Cuando el alma no tiene ningún grado
de amor, está muerta. Pero cuando tiene algún grado de amor de Dios, por
pequeño que sea, ya está viva, aunque muy débil y enferma, porque tiene poco
amor. Cuánto más amor tiene, más salud también. Cuando tiene amor perfecto tiene
total salud” (Cántico espiritual, 2,3). Los grandes santos han
pasado por pruebas diversas y sólo han encontrado sentido en el amor a Dios. La
fortaleza no se consigue por impulsos voluntaristas sino por confiar y
abrazarse gozosamente al amor de Dios.
Es
curioso constatar que la gran revelación, en este momento histórico, es
descubrir que Dios nos ama. Y ante tal descubrimiento se deduce
que el corazón está hecho para amar en los momentos fáciles y en las
circunstancias dolorosas. De nuevo San Juan de la Cruz recuerda: “Más estima
Dios en ti el inclinarte a la sequedad y al padecer por su amor, que todas las
consolaciones, visiones y meditaciones que puedas tener” (Dichos
de luz y amor, 14). La santidad tiene una única finalidad y es
la de vivir en caridad ardiente, donde el fuego del amor anima, alienta y va
adelante, sin pararse. La santidad se pone en el primer lugar de nuestra acción
y si no nos reconocen o aprecian, más se ha de ejercitar la fuerza del amor. De
nuevo el santo de Fontiveros asevera: “Donde no hay amor, por amor y sacarás
amor” (Cántico espiritual, 9,7). ¿Cuántas veces estamos
esperando el halago y el aplauso? Y si esto no llega, la tristeza nos acosa de
manera perjudicial. La tristeza es el fruto del orgullo herido. La santidad es
reconocer lo que somos y aceptarnos como somos.
Celebramos
la fiesta de Todos los Santos y es un momento importante para preguntarnos si
vivimos en armonía con el designio que Dios ha plasmado en nuestra existencia.
Nada vale tanto como poder realizar, en nuestro recorrido vital, la belleza de
la santidad. Y ya no sólo por nuestro bien sino porque todo lo bueno que suceda
y acontezca en nuestro quehacer diario repercute en beneficio de la Iglesia y
de la sociedad. La santidad no se consigue por la propia voluntad –aunque
necesaria- sino por el acercamiento a las fuentes que dan el agua que sacia:
“Pero el que beba del agua que yo le daré no tendrá sed nunca más, sino que el
agua que yo le daré se hará en él fuente de agua que salta hasta la vida
eterna” (Jn 4, 14-15). Si nos planteamos bien la vida de santidad no sólo nos
haremos bien a nosotros sino también a los demás.
+ Francisco Pérez González
Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela
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