jueves, 1 de octubre de 2020

La apatía espiritual enfermedad existencial





 Tal vez el tema que voy a tratar pueda resultar escandaloso, para muchos, ante unas circunstancias actuales que no son favorables y donde el sentir general afirme que la oración ha pasado de moda. Hablando con una madre, ya mayor, y abuela y me decía: “No entiendo a mis hijos que han dejado de lado la fe. Para mí es lo más grande que he recibido en mi vida. Y he tratado de transmitírselo a ellos pero veo que no lo viven. Rezo por ellos para que un día se den cuenta que la fe en Dios y en su Amor da paz al corazón”. Como dice el Evangelio: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto, porque sin mí, no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). La negligencia del corazón lleva a la apatía espiritual y tiene como consecuencia el vacío, el desasosiego, el descontento de todo y esto seca el alma. Y un alma de secano es como el campo árido y sin vida vegetal.

Cuando nos acecha y hasta nos puede acosar la apatía espiritual todo se convierte en pena, en queja, en negatividad, en falta de esperanza, en descontento crónico que seca el alma. “La acedia o la apatía espiritual es un cansancio más allá de lo razonable por actividades que parecen excesivas que son mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad que las impregne; se trata de un cansancio tenso, pesado, insatisfecho, no aceptado; la acedia no sabe esperar y quiere dominar el ritmo de la vida; es un inmediatismo ansioso que no tolera contradicción alguna, un aparente fracaso, una crítica, una cruz” (Papa Francisco, Evangelii Gaudium, n. 82). Este modo de vivir arropa a la falta de sentido en la vida, cobija la depresión existencial y se pone en peligro el ser persona por la despersonalización.

Si hay apatía espiritual se debe achacar a que se pone el corazón en otras cosas muy distintas a la vida espiritual. “Porque donde está tu tesoro allí estará tu corazón” (Mt 6, 21). Se busca con ansiedad ser felices y no se llega a serlo puesto que las fuentes donde se acude no tienen agua, están vacías y secas. Es normal que ante tal decisión equivocada se busque con ansiedad las fuentes de agua viva. “El que beba del agua que yo le daré no tendrá sed nunca más, sino que el agua que yo le daré se hará en él fuente de agua que salta hasta la vida eterna” (Jn 4, 14). Aquí tenemos la experiencia de la samaritana (cfr. Mt 4, 1-29) que se siente admirada por Jesucristo que le pide: “Dame de beber”, lo que estaba pidiendo el Creador del universo era el amor de su pobre criatura. Cristo tiene sed de amor que significa que nos necesita para extender su Reino; no lo quiere hacer sólo y exclusivamente él, quiere que nosotros colaboremos. Madre Teresa de Calcuta lo entendió muy bien y al observar que su vida estaba en peligro al poder caer en la apatía espiritual, se lanza a mirar cara a cara a los pobres donde descubre el rostro de Cristo y dice: “Dios ha sido tan grande con nosotros que se nos ha dado en el Pan de la Eucaristía para alimentarnos. Pero qué grande es Dios que se ha hecho presente en los pobres para que le alimentemos”. Esta es la fortaleza espiritual que se identifica con el Dios vivo y verdadero.

Para superar la apatía espiritual conviene dejarse llevar por la vida interior que dialoga con el Creador y trata con él como el mejor Amigo que nos muestra su corazón de entrega por Amor. Es la oración que cambia la apatía en gozo vital: “La maravilla de la oración se revela precisamente allí, junto al pozo donde vamos a buscar nuestra agua: allí Cristo va al encuentro de todo ser humano, es el primero en buscarnos y el que nos pide de beber. Jesús tiene sed, su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre, Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él” (San Agustín, Quest. 64, 4). El amor que emana de la oración no es cansino sino resolutivo puesto que armoniza la vida de la persona y la conduce con seguridad por los caminos de la vida.

+ Francisco Pérez González

Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela

 

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