domingo, 4 de octubre de 2020

La viña del Señor es el nuevo Israel, la Iglesia

 


En los dos últimos domingos Jesús ha usado la imagen de la viña para explicar el Reino de los cielos y las diferentes actitudes hacia el mismo. Era una imagen bien conocida por los interlocutores de Jesús, familiarizados con el texto de Isaías: “La viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel”. El mimo con el que el Señor ha cuidado de su viña contrasta con la amarga respuesta que ha encontrado por parte del pueblo. Muchos son los que piensan que un rasgo característico de los judíos es el orgullo y la soberbia de considerarse el pueblo elegido por Dios, lo que le haría sentirse por encima de los otros pueblos. El antisemitismo que tantas veces ha manchado la historia es con frecuencia la triste reacción ante esto. Pero, si consideramos las cosas con detenimiento, caeremos en la cuenta de que probablemente no hay un pueblo más crítico consigo mismo que el judío. Así lo atestigua la Biblia, en la que se subraya constantemente la infidelidad del pueblo. En un libro escrito por y para judíos, sorprende que los autores bíblicos sean tan hipercríticos con su propio pueblo (algo inaudito en otras tradiciones nacionales). Y es que el centro del mensaje bíblico no es la conciencia de pueblo elegido sino la elección por parte de Dios. Y aunque parezcan dos caras de la misma moneda, es la iniciativa gratuita de Dios, sin méritos previos, lo que se subraya en la Biblia. Esto debería exorcizar toda soberbia. Que esto no haya sido así siempre es otra cuestión, pero, como decimos, la misma tradición bíblica, que es la conciencia viva de Israel, critica con fuerza su infidelidad. Es este sentido marcadamente autocritico una de las lecciones que deberíamos aprender e imitar del Antiguo Testamento, y no derivar de él ideologías primitivas y criminales como el antisemitismo.

Jesús en el Evangelio de hoy retoma la imagen de la viña para criticar a los principales del pueblo. En su parábola, Jesús reproduce en apretada síntesis la historia toda de Israel: el amor, la fidelidad y el cuidado de Dios hacia el pueblo elegido, y la contumaz infidelidad de este último. Dios es con su llamada el que ha creado a este pueblo, lo ha liberado, le ha confiado una tarea, le ha propuesto una alianza de amor; pese a las continuas infidelidades, no ha dejado de enviarle emisarios, los profetas, que han hablado en nombre de Dios, han exhortado a renovar la alianza, a cumplir la ley de Moisés en su espíritu, y no sólo mecánicamente en su letra. En las llamadas y denuncias proféticas resuena con más fuerza el amor y la misericordia que la amenaza de castigos; pero, aunque con honrosas excepciones, una y otra vez, el pueblo, sus dirigentes, sus sacerdotes, han desoído esas llamadas, se han revuelto contra estos intérpretes inspirados de la Palabra viva de Dios que resuena en los acontecimientos, los han despreciado, perseguido, incluso matado. Cuando Jesús llega al cénit de su narración: «Por último les mandó a su hijo, diciéndose: “Tendrán respeto a mi hijo.”», ya no está hablando de sucesos del pasado, sino del presente: Él es el hijo enviado por el dueño de la viña como último recurso y como extrema expresión del amor de Dios hacia su viña. Y la reacción de los labradores en la parábola no es sino una profecía de la que iban a tener contra Él esos sacerdotes y ancianos, y que albergaban ya en su corazón.

Con su denuncia, Jesús les está dirigiendo una última y definitiva llamada a ser fieles y a cumplir con su misión de pueblo elegido. Porque la elección no es un privilegio que pone a Israel por encima y aparte de los otros pueblos, sino, al contrario, un servicio sacerdotal, que lo hace mediador entre Dios y la humanidad entera. Igual que una viña no da frutos para sí misma, sino para los demás, a los que ofrece sus dulces racimos de uva y el vino que alegra el corazón del hombre (cf. Sal 105, 15), así los frutos que Dios espera de Israel son frutos de santidad, justicia y salvación que deben ser ofrecidos a toda la humanidad, a todos los hombres sin excepción.

El fracaso de Israel, que rechaza a Jesús como Mesías, y conduce al fracaso humano de Jesús, entregado a la muerte en Cruz, pone de manifiesto el poder y la providencia de Dios, que no manipula la historia, pero sabe sacar bien del mal, vida nueva de la muerte. Así, la infidelidad de Israel es ocasión para la definitiva apertura universal de la revelación bíblica y de la salvación, de la que, repetimos, Israel no era dueño exclusivo, sino sólo su mediador. Aquí debemos enmarcar la profecía de Jesús sobre ese otro “pueblo que produzca sus frutos”. Ese nuevo pueblo de Dios, fundado sobre la piedra desechada por los arquitectos, pero convertida en piedra angular, es la Iglesia, somos nosotros. Este nuevo pueblo es el depositario de una nueva y definitiva alianza, que no pasará ya nunca, precisamente porque su fundamento es el mismo Cristo, el Hijo de Dios, la presencia del mismo Dios entre nosotros.

Ahora bien, del mismo modo que la conciencia israelita de ser el pueblo elegido no debía ser motivo de soberbia y de desprecio hacia las otras naciones, la conciencia de que somos el nuevo pueblo de Dios, y de que el vínculo que nos une con Dios no será revocado jamás, tampoco nos consiente a los creyentes mirar a los demás por encima del hombro. Pues se trata también aquí de una vocación sacerdotal, de mediación y de servicio. Hemos sido llamados a la viña del Señor no para holgar, sintiéndonos protegidos de las intemperies del mundo, sino precisamente para trabajar en ella, y para producir frutos de buenas obras, de santidad, de paz, de fraternidad y de justicia, y para ofrecer esos frutos a toda la humanidad, invitando sin amenazas ni coacciones a quien quiera a unirse en este trabajo, uniéndose a Cristo, como los sarmientos a la vid (cf. Jn 15 1-6). Esto quiere decir que ser cristiano consiste en asumir una actitud fundamental de servicio y apertura. Jesús, de hecho, no hizo otra cosa durante su vida que establecer vínculos y atravesar fronteras. Nosotros no podemos dedicarnos a levantar murallas de segregación moral o religiosa. La obligación de dar y ofrecer frutos incluye la apertura a todo lo bueno que encontramos en el mundo, incluso fuera de los límites de la Iglesia. En este “salir al encuentro” está insistiendo continuamente el Papa Francisco, y es la gran lección que nos da hoy Pablo: “hermanos, todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta”. Tenemos también la misión de rescatar y salvar todo lo que de bueno y valioso hay en este mundo creado por Dios.

En esta tarea que Jesucristo nos confía tenemos que tener una conciencia lúcida de nuestra debilidad, de la posibilidad de ser infieles. Aquí tenemos que recuperar la autocrítica que descubríamos en el Antiguo Testamento. Pero con el agravante de que, sabiendo que la alianza que constituye a la Iglesia es la definitiva, si nosotros no respondemos con fidelidad a la llamada de Dios, ¿dónde quedará la esperanza de la humanidad? ¿Quién salará la sal desvirtuada? (cf. Mt 5, 13). Lo que Jesús les dice hoy a los sumos sacerdotes y a los ancianos, nos lo dice también a nosotros. Nos invita a examinarnos de los peligros entrañados en la responsabilidad que hemos recibido: pretender hacernos los dueños de la viña, hacer de ella un coto cerrado, ser incapaces de reconocer a los criados que Dios nos envía para recoger los frutos a su tiempo, los profetas de nuestro tiempo por medio de los cuales Dios nos está hablando hoy.

No debemos olvidar que la dimensión profética es parte del ministerio pastoral de la Iglesia. Escuchar la voz de Dios significa también escuchar y obedecer a sus pastores. Aquí hay que tener cuidado con esa mentalidad tan extendida que pretende reducir el ministerio pastoral a una mera función institucional, que tiene que ver más con el poder que con el servicio. El rechazo de los pastores (en nombre de un equívoco autoproclamado profetismo) puede acabar siendo el rechazo del único Pastor, que pastorea a su pueblo por medio de aquellos. Naturalmente, también puede suceder que los pastores sean infieles. El impresionante sermón de San Agustín sobre los pastores, que advierte precisamente a estos últimos (y a sí mismo) de su grave responsabilidad, nos lo recuerda con gran viveza. Por eso, es preciso saber discernir y aceptar la presencia de otros profetas, también verdaderos enviados de Dios, personas carismáticas que, sin un estatus especial, saben leer los signos de los tiempos, denuncian males, abren nuevos caminos de vida cristiana y producen frutos de vida evangélica. El Espíritu habla también por ellos. No hay que buscar sólo gentes extraordinarias. En nuestro entorno inmediato podemos encontrar personas normales, que nos recuerdan con sencillez en qué consiste vivir según el evangelio, y a las que tal vez rechazamos (tachándolas de exageradas, o de chifladas, o de beatas, o de tantas otras cosas) porque su ejemplo nos resulta molesto. Cada uno de nosotros participará de la vocación profética en la medida en que trate de vivir según el evangelio.

Una última reflexión. Si hemos dicho que la Iglesia es el pueblo de la nueva y definitiva alianza, ¿significa esto que la última profecía de Jesús en el Evangelio de hoy (“se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos”) no va con nosotros? Creemos que la Iglesia está fundada sobre la piedra angular que es Cristo, y sobre el fundamento de los apóstoles, por lo que “el poder del abismo no la hará perecer” (Mt 16, 18). Pero podemos entender también esa profecía en otro sentido. Es un hecho que en los pueblos considerados tradicionalmente cristianos se está produciendo una apostasía creciente y masiva. La cultura occidental, como tendencia general, está rechazando a Cristo, alejándose de él explícitamente, y también en muchas de sus opciones fundamentales de valor (pensemos en el aborto, la eutanasia, la ideología de género, etc.), por más que sea una cultura profundamente permeada por la fe cristiana (de ahí la idea de persona, los derechos humanos, etc.). A la cultura occidental le está pasando lo que les pasó a los judíos del tiempo de Jesús. Aunque la Iglesia, según la promesa de Cristo, nunca va a dejar de serlo, lo cierto es que el nuevo pueblo de Dios se está desplazando a las periferias de la humanidad, donde encuentra gentes mejor dispuestas, y que están tomando el relevo de la evangelización (mientras Occidente decae y se barbariza).

El Evangelio de hoy es una dramática llamada de atención a estos pueblos tradicionalmente cristianos, a los creyentes que los habitan, a salir de la modorra, a reaccionar y tratar de responder con fidelidad a la llamada de Dios, para poder volver a dar frutos de santidad para la vida del mundo.

José María Vegas, cmf.

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