Siempre hubo una sospecha de algunos. Si era demasiado cercano, daba miedo. Si resultaba lejano, producía desdén y risa despectiva. Así, la inevitable relación con Dios, algunos la han vivido entre el desprecio burlón y el temor de la pobre melancolía. Pero cuando caen las tormentas más devastadoras y nos dejan a la intemperie los diluvios, cuando las pandemias nos asolan y las pestes nos diezman, entonces nos hacemos mil preguntas con muchas lágrimas censuradas y con pocas y fugaces sonrisas. Son las preguntas más nuestras, esas que nos definen desnudamente en nuestra más humilde pobreza, aunque sean preguntas que no nos atrevemos a formular a cualquiera.
¿Dónde
está Dios, ese Dios de mis desprecios y mis melancolías? ¿Por qué no dice algo
que pueda explicar lo que yo no sé resolver en medio de tanta cuita? ¿Por qué
no aparece con potencia todopoderosa y con mando en plaza pone orden en el
desconcierto de las violencias que se extienden con prisa, las corrupciones de
toda ralea, las tragedias de toda guisa, el engaño, la calumnia y el cinismo
que tantos utilizan como su arma política preferida?
Esta es
la gran cuestión que la historia de la humanidad ha elevado al cielo siempre,
mirando a la cima de nuestras altanerías o a la sima de nuestros abismos, donde
los dioses parecían que pacían sin control, sin que nadie pudiera chistarles ni
pedir ninguna cuenta. ¿Dónde está? ¿Por qué no habla? ¿Por qué no actúa? La
Buena Noticia es que Él se ha quedado ronco de tanto dirigirnos la palabra. Y
se le ha gastado la belleza de tanto mostrarla a nuestra mirada. El problema no
está en su silencio, sino en nuestra sordera abatida. No está en su
invisibilidad, sino en nuestra ceguera empecinada.
Sorprende
que la palabra hebrea para hablar del corazón de Dios, de su entraña más dulce,
sea la misma con la que se señala el seno de una mujer en trance de concebir la
vida: rahamim, seno materno que expande sus lindes, vientre
acogedor de la nueva criatura que como un don tan inmenso se nos regala. Dios
tiene también esa entraña materna en la que nos engendra amorosamente, en donde
nos protege y nutre hasta darnos a luz en pleno día cuando nacemos a la vida
con el primer llanto con el que nos hacemos notar desde la covacha amable de
una maternidad dulce y bella. Rahamim, entrañas del mismo Dios con el que se
nos dice cómo tiene Él el corazón de sus adentros.
Con estas
ideas de nuestra tradición cristiana, hace unos días estuve en la presentación
de una película que se estrenaba simultáneamente en más de 60 ciudades
españolas al mismo tiempo. Hacer una película sobre el corazón entrañable de
Dios, no deja de ser una audacia, tal vez una osadía, pero en cualquier caso
una buena noticia si nos permite asomarnos al rostro más amable de ese Dios que
es Amor. La protagonista es una joven mujer polaca que fue tocada por ese
rostro, en medio de la sórdida realidad social, política, económica y bélica de
la mitad del siglo pasado en Europa. Y es así como se escribe la historia,
cuando en medio de los renglones más torcidos de nuestros avatares torpes, Dios
logra contar cosas maravillosas con la caligrafía más recta y hermosa. Una vez
más se trata de la flor delicada que emerge en los surcos del cieno, o del
llanto tierno de un infante que rompe el ruido de cualquier estruendo, para
convocarnos a la curiosidad embelesada o a la ternura delicada.
De esto
habló la película que pudimos ver. Porque este es el relato de la Divina
Misericordia que Santa Faustina Kowalska entrevió y que San
Juan Pablo II pudo señalar como algo que valía la pena al proceder a su
canonización. Es la historia siempre viva y siempre inconclusa de un Dios
vulnerable a mis preguntas, a mis carencias y pobrezas, a mi necesidad de ser
amado y reconocido con mi nombre, mis heridas y todas mis esperanzas.
Faustina
Kowalska nos permite entrever que el amor de Dios es de cine, y por eso valía
la pena filmar una película que tiene como protagonista la Divina
Misericordia.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
No hay comentarios:
Publicar un comentario