Llega lejos su mirada por no tener jamás cerrados sus ojos. Son largos los brazos de un Dios que no es manirroto. Y su corazón se dilata hasta el infinito por ser así de inmensa su entraña dando cabida a nuestras intemperies, incertidumbres y enojos. Por eso es el Dios de la vida, no una energía sin rostro y sin pálpito detrás de la última galaxia. No hay llanto que no haga de él sus propias lágrimas. Ni gozo por el que no brinde con su vaso con la mejor de sus sonrisas. Así de cercano, así de nuestro, así de entrañable en su divina misericordia. Y quien se embelesó haciendo la belleza de las flores con sus colores y tamaños, el embrujo de un atardecer en cada época del año, la sencillez de los pequeños pájaros que nos regalan su vuelo y su trino cada mañana, se quiso ensimismar al hacernos parecidos a Él sólo a nosotros, al hombre y a la mujer, como su más acabada semejanza poniendo la diferencia radical con el resto de la creación hermana.
Podría
parecer que se está describiendo una página bucólica que describe al Creador de
todas las cosas. Pero habría una aparente contradicción cuando vemos por
doquier tanto sufrimiento, soledad y desamparo, cuando descubrimos el miedo en
los niños o los ancianos ante una realidad dura de mirar y difícil de vivir y
sobrellevar. ¿Se ha distraído ese Dios encantador? ¿Está sobrecargado de tanto
como hay que hacer y no da abasto? ¿Se ha marchado, tal vez, desencantado de
nuestras derivas torpes y perversas?
Resulta
que era una pregunta que Dios mismo se hacía a través del viejo profeta:
“Después oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré, y quién irá por
nosotros? Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a mí” (Is 6, 8). No porque
Él fuera incapaz de hacer algo nuevo y eficaz, o estuviera cansado por tanto
fraude, o sufriera el desencanto del fracasado, sino porque quería contar con
el propio hombre para salvar de su fatalidad destructiva al mismo hombre. El
profeta dijo aquello, que tanto le honró: “heme aquí, envíame a mí”. Y será
Jesús quien tomará aquella palabra cuando acabando su periplo en el tiempo que
compartió nuestra aventura humana, no quiso volver al Padre sin antes confiar a
sus discípulos la misión que en Él tuvo simplemente un comienzo: “Id al mundo
entero y anunciad la Buena Noticia a toda la creación” (Mc 16, 15).
Esto
han hecho los misioneros a través de los siglos de la historia cristiana, y lo
hacen cada día: ir hasta los finisterres varios, a tantas periferias
existenciales como dice el Papa Francisco, para anunciar a Jesucristo,
comunicar su Evangelio y repartir su gracia. Cuando en este mes de octubre
celebramos el Domingo mundial de las misiones (Domund), tenemos este momento de
gratitud hacia todos los que dejaron familia, tierra y cultura, para decir al
Señor: aquí estoy, envíame a mí. Y fueron enviados. Y allí siguen construyendo
como cristianos el pequeño trozo de mundo en el que ellos edifican la Iglesia
del Señor acogiendo a los pobres y anunciándoles la esperanza del Evangelio.
Este
año, en el mensaje para el Domund, el Papa Francisco ha querido subrayar cómo
la misión no es ajena a la pandemia que nos asola. Dice él: “comprender lo que
Dios nos está diciendo en estos tiempos de pandemia también se convierte en un
desafío para la misión de la Iglesia. En este tiempo de pandemia, la pregunta
que Dios hace: “¿a quién voy a enviar?”, se renueva y espera nuestra respuesta
generosa y convencida: “¡aquí estoy, envíame!”. Por eso, nuestro afecto lleno
de gratitud hacia los misioneros, nuestra oración sincera por cada uno de ellos
y sus labores apostólicas, y nuestra ayuda económica como un gesto de comunión
fraterna. Esto es lo que se nos pide también este año a los cristianos al
celebrar el domingo del Domund. Seamos generosos en el agradecimiento, en las
oraciones y en las limosnas.
+
Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo
de Oviedo
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