El ser humano tiene una experiencia que puede contrastar con las falacias que muchas veces corren a tal velocidad que oscurecen lo más sagrado que existe en su existencia humana. El mismo Concilio Vaticano II afirma: “En lo más profundo de su conciencia descubre el ser humano la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el ser humano tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente” (Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual, 16). No cabe duda que tenemos un gran tesoro y no podemos dejarnos amedrentar y menos avergonzar de saber que Dios se “pasea por nuestro interior como por un paraíso espiritual” (Orígenes). El Reino de Dios está dentro de nosotros si sabemos aceptar sus leyes y si vivimos en su gracia que quiere decir si nos alistamos en el rechazo al pecado que se ausenta de la presencia de Dios.
La conciencia de esta morada de la Trinidad en el alma ha sido para los santos
fuente de grandes consuelos. “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre
le amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23). Es
impresionante comprobar la grandeza de dicha labor que realiza Dios en los
creyentes. Muchas veces nos preguntamos si es posible vivir en alegría y gozo.
Sabemos por la experiencia de los seguidores de Jesucristo que es cierto gozar
y alegrarnos. No hay alegría más grande que comprobar el Amor de Dios en
nuestras vidas. “Ha sido el hermoso sueño que ha iluminado toda mi vida,
convirtiéndola en un paraíso anticipado” (B. Isabel de la Trinidad, Epístola
1906). Ante tal afirmación y ante la experiencia de los testigos del Evangelio
han surgido muchas vocaciones y viviendo sencillamente han comprobado que no
existe mayor alegría que el seguimiento al mejor Maestro que es Jesucristo.
Por
consiguiente, si queremos que Dios reine en nuestras vidas, hemos de procurar
eliminar el pecado. Hoy se ha perdido el sentido del pecado y es muy grave
puesto que el ser humano está llamado a vivir la felicidad por excelencia. El
pecado engaña y lleva a la autodestrucción de la esencia del auténtico
humanismo. En lo más íntimo de la persona hay una corriente de sabiduría
propiciada por quien nos ha creado que es Dios. Y una de ellas es el
sentimiento de que nunca está permitido hacer el mal para obtener un bien. El
relativismo “pasa de ello” y el fin de sus actos lo frustran. “De ahí que una
conciencia bien formada es recta y veraz. Formula sus juicios según la razón,
conforme al bien verdadero querido por la sabiduría del Creador” (Catecismo de
la Iglesia Católica, nº 1798). El engaño mayor es aquel que desequilibra todas
las facultades hermosas que se contienen en el “sagrario interior” de la
persona.
No se ha
de olvidar que una conciencia buena y pura es iluminada por la fe verdadera. Es
servir al designio de Dios, por eso “el fin de este mandato es la caridad, que
brota de un corazón limpio, una conciencia buena y una fe sincera” (1Tm 1, 3).
No se camina por senderos oscuros y sin visibilidad. Conviene llevar una luz
que elimine las oscuridades y esa luz que está en lo más profundo de la razón
viene alimentada de la fe. Dejemos de bucear en aguas turbias y entremos en el
agua pura de la conciencia con la certeza que Dios nos habla y nos muestra la
auténtica razón de nuestro existir. El paseo de Dios será no sólo agradable
sino iluminador.
+
Francisco Pérez González
Arzobispo
de Pamplona y Obispo de Tudela
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