Tengo un excelente amigo, buen conversador, con quien hablamos de lo humano y lo divino. De vez en cuando, él repite: “No beberemos con otro vaso”. Es su forma particular de decir: “Esto no tiene arreglo. Así son las cosas y así seguirán”. Hoy no son pocas las personas, jóvenes y mayores, creyentes y ateas, que, como mi amigo, han perdido la esperanza de cambiarse a sí mismas, de que el mundo pueda mejorar, de que la Iglesia pueda renovarse de verdad. Este “estado del alma” genera tristeza e desactiva el compromiso: ¿para qué trabajar, si no vas a conseguir nada?
Frente a este pesimismo, los cristianos estamos
llamados a vivir y transmitir esperanza, una esperanza encarnada, realista; a
pesar de que, como el agua y el aceite, la esperanza y el realismo parecen
incapaces de mezclarse, de compenetrarse. De hecho, muchos justifican su
desaliento, invocando al realismo, como si la vida solo nos ofreciera razones
para deprimirse. Por otra parte, algunas personas intentan mantener su
esperanza, negando el mal, la violencia y el dolor de tantos hermanos.
La esperanza cristiana tiene su fuente en la fe: “Yo espero, tengo esperanza, porque Dios camina conmigo. Camina y
me lleva de la mano. Dios no nos deja solos y el Señor Jesús ha vencido al mal
y nos ha abierto el camino de la vida” (Francisco, Audiencia del 7
de diciembre de 2016). Los cristianos no sólo creemos que Dios existe; creemos
que Dios, hoy como ayer, ve y escucha, se conmueve y se compromete: “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas
contra los opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a librarlo de los
egipcios” (Ex 3,7-8).
Esta fe no nos aleja de la realidad. Es más, nos
devuelve a ella con una mirada nueva, como la de María, la mujer contemplativa,
capaz de descubrir a Dios en su pequeñez y en la historia de su pueblo: “El Poderoso ha hecho obras grandes en mí; dispersa a los soberbios
de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes”
(Lc 1,49,51-52). Esta fe nos mueve a comprometernos como ella, a trabajar con
Dios y con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, a los que Dios toca
el corazón, para evangelizar a los pobres, proclamar a los cautivos la libertad
y a los ciegos, la vista; poner en libertad a los oprimidos y proclamar el año de
gracia del Señor (cf. Lc 4,18-19). Este compromiso nace de la esperanza y, a su
vez, la multiplica y extiende.
En este Adviento que hoy estrenamos, os animo a
prepararnos intensamente para dar la bienvenida y acoger de nuevo a Dios, al
Dios de la esperanza, que vino, que vendrá y que viene, aquí y ahora. Os envío
a todos un saludo muy cordial, en el Señor.
+ José Antonio Satué Huerto
Obispo de Teruel y Albarracín
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