Tras el impacto de la noticia que nos acerca la magnitud de una catástrofe natural, o la crudeza de un conflicto bélico, llega un momento en el que parece que nos acostumbramos, nos inmunizamos, nos distraemos conscientemente, y en nuestra propia portada deja de ser la noticia impactante. Pero las consecuencias de esa catástrofe o de esa violencia, siguen sembrando sufrimiento, incertidumbre, desesperanza…, y sin embargo ya no son una cuestión seguida, se convierten en algo invisible para la opinión pública, mientras que para las personas que sufren en su propia carne el zarpazo del dolor y la pobreza en todas sus formas, sigue siendo tan cotidiano que absorbe todos sus instantes.
Tenemos a
la vista una nueva jornada mundial de los pobres. La celebramos en el penúltimo
domingo del año cristiano, justo casi antes de comenzar un nuevo adviento. El
papa Francisco ha escrito un mensaje para esta ocasión, en el que señala la
pertinencia de esta mirada hacia los más desfavorecidos, sea cual sea el nombre
de su precariedad y pobreza. Nos recuerda que «Jesús no sólo está de parte de
los pobres, sino que comparte con ellos la misma suerte. Esta es una
importante lección también para sus discípulos de todos los tiempos. Sus palabras
“a los pobres los tendréis siempre con vosotros” también indican que su
presencia en medio de nosotros es constante, pero que no debe conducirnos a un
acostumbramiento que se convierta en indiferencia, sino a involucrarnos en un
compartir la vida que no admite delegaciones. Los pobres no son personas
“externas” a la comunidad, sino hermanos y hermanas con los cuales compartir el
sufrimiento para aliviar su malestar y marginación, para devolverles la
dignidad perdida y asegurarles la necesaria inclusión social. Por otra parte,
se sabe que una obra de beneficencia presupone un benefactor y un beneficiado,
mientras que el compartir genera fraternidad. La limosna es ocasional, mientras
que el compartir es duradero. La primera corre el riesgo de gratificar a quien
la realiza y humillar a quien la recibe; el segundo refuerza la solidaridad y
sienta las bases necesarias para alcanzar la justicia. En definitiva, los
creyentes, cuando quieren ver y palpar a Jesús en persona, saben a dónde
dirigirse, los pobres son sacramento de Cristo, representan su persona y
remiten a él».
Tenemos
pandemias cuyo índice de contagio y mortalidad va y viene jugando con nuestras
medidas de seguridad y nuestras aduanas sanitarias. Hay volcanes que siembran
de colada abrasadora la vida que dábamos por supuesta impunemente, y nos hacen
llover sus cenizas que pintan de gris ceniciento nuestros horizontes. Hay
guerras por doquier y amenazas continuas que empujan a pueblos enteros a la
fuga de sus tierras, sus casas, sus creencias, sus idiomas, convirtiéndolos en
errantes refugiados que pasean el dolor en sus miradas cuando te asomas a los
ojos asustados de los niños o de los adultos que no tienen una explicación para
su tragedia. ¡Cuánta pobreza con sus distintos nombres, con sus diversos
domicilios, con sus causas horribles y sus intencionalidades perversas!
A los
pobres siempre los tendremos con nosotros, entre nosotros, son nuestros, como
nos recordaba Jesús. Es bellamente denunciador lo que decía el P. Primo
Mazzolari, a quien cita el papa al final de su mensaje: «no me preguntéis si
hay pobres, quiénes son y cuántos son, porque temo que tales
preguntas representen una distracción o el pretexto para apartarse de una
indicación precisa de la conciencia y del corazón. […] Nunca he contado a los
pobres, porque no se pueden contar: a los pobres se les abraza, no se les
cuenta». De esto sabe mucho nuestra Cáritas, verdadera alma social de nuestra
comunidad cristiana. Jesús nos espera en los pobres, su más provocativa
presencia, en la que espera siempre nuestra respuesta.
+ Fr.
Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo
de Oviedo
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