Un Salmista nos abre su corazón; parece que la fiebre y ansiedad por ser importantes, que percibe en los que le rodean le produce hastío. No entiende cómo pueden valorar su existencia tan pobremente al fijar sus ojos en una vanidad tras otra. Bien sabe nuestro amigo que el éxito en la vida parte de tener la Sabiduría de Dios que le impulsa a habitar en sus entrañas. Sabiduría que emana del amor incondicional a su Palabra. Hacemos nuestra su oración: "Señor, mi corazón no es ambicioso ni mis ojos altaneros... mantengo mi alma en paz y silencio como un niño destetado, recostado en el regazo de su madre" (Sal 131, 1...).
Cada latido de su corazón penetra nuestros oídos llenando de su Luz la Palabra que leemos y con la que rezamos cada día.
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