Es una escena entrañable en su pobreza, de una austeridad que solo puede
estar inspirada en la grandeza de Dios. Se respira amor, delicadeza, ternura,
gozo. Una madre que tiene en sus brazos al niño ante la mirada admirada y
orante del bueno de José. Ellos son los grandes contemplativos que nos enseñan
cómo vivir la Navidad, cómo contemplar el misterio de todo un Dios hecho uno de
nosotros.
Después llega la fiesta, la algarabía. Llegan los pastores, cantan los
ángeles al tiempo que anuncian el acontecimiento; desde lejos vienen los magos
para ofrecer regalos al Niño. Navidad, definitivamente, es una fiesta.
Os invito, querido hermanos, a emprender el camino hacia Belén, a ese
lugar que está ya en cada rincón de la tierra y en cada corazón, al Belén donde
Dios nace en nuestras vidas, al Belén que es, o al menos puede ser, cada día
del año.
La primera condición del camino es ir juntos. Hasta el portal de Belén
no se va solo, siempre se va con los otros, en compañía; tenemos que compartir
para que la senda sea más llana; además, es la oportunidad para escucharnos,
para dialogar, para compartir los gozos y las cargas; hemos de escuchar juntos
lo que Dios quiere y espera de nosotros, de la Iglesia. En estos meses hemos
escuchado muchas veces la palabra “sinodalidad”, pues el camino de Belén es
sinodal, se hace juntos porque vamos a la misma meta, porque el camino es de
todos y para todos.
El camino a Belén es también oportunidad de conversión. Es momento para
quitar de nuestra vida lo que nos impide llegar hasta Jesús. Dejar nuestro
orgullo y la ambición, desterrar un corazón endurecido y engañado por las
llamadas a lo material, al consumo, y a la comodidad. Es el momento de acabar
con la indiferencia que nos paraliza. Hemos de dejar los miedos y los temores
ante lo que no conocemos o no controlamos. El camino de Belén, no lo olvidemos,
es un camino hacia Dios, un camino siempre virgen que hemos de hacer con
confianza y en abandono.
En el camino hemos de recoger a los que se quedaron en los bordes, en
las cunetas de la historia. Hemos de unir a nuestro andar a los pobres y a los
descartados. Ellos son el mejor pasaporte para llegar a Belén. Los pobres son
el rostro y la carne del Niño que nace en Belén, nos muestran la belleza de la
herida, y nos recuerdan que la carne herida es camino de salvación. Tenemos que
acoger a los pobres, levantarlos del fango, cuidarlos e integrarlos en nuestro
camino.
Finalmente, al camino estamos invitados todos. También los que buscan y
no han encontrado, los que dejaron un día este camino de fe por escándalo, por
cansancio, o desilusionados. Este camino es un camino de esperanza, de vida. Es
un regalo.
Belén no es solo un hecho histórico, es una realidad que afecta a la
existencia humana de cada momento de la historia, es una llamada que no se
apaga nunca, porque el Señor sigue viniendo. Así lo proclamamos en uno de los
prefacios del adviento: El Señor que nació en Belén “viene ahora a nuestro
encuentro en cada hombre y en cada acontecimiento, para que lo recibamos en la
fe y por el amor demos testimonio de la esperanza dichosa de su reino”.
Hoy os quiero traer uno de estos belenes que hay a nuestro lado.
Contemplemos la escena. En Aranjuez, en medio de un campo árido se asienta un
auténtico vergel de vida y esperanza. En pobreza, hace treinta y un años, nació
una obra, fruto del amor de Dios, se llama Basida; allí se acoge a los más
pobres, a los que el mundo ha desechado a cualquier edad y por cualquier
circunstancia, en esta familia se les pone rostro y se les devuelve la dignidad
que la vida les había negado, se les curan las heridas y se les quiere como
son, entonces, se demuestra que siempre la consecuencia de la caridad es el
gozo.
Pensemos por un momento, llevémoslo al corazón: Voy a Belén, celebraré
la Navidad del Señor, ¿Qué puedo llevar al Niño?
Que la sagrada familia de Nazaret, os bendiga y bendiga a vuestros
hogares, que acompañe el camino de los que están lejos del suyo, o no lo
tienen.
Os deseo a todos una feliz y santa Navidad.
+ Ginés García Beltrán,
Obispo de Getafe
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