viernes, 31 de diciembre de 2021

“Vino a su casa y los suyos no lo recibieron” (Jn 1, 11-12)

 

 Desde el punto de vista humano debe ser tristísimo que alguien venga a su casa y que los suyos no lo reciban, no quieran saber nada de él, sea por el motivo que sea. Pienso que quien vuelve a casa es con un rayo de esperanza, el último asidero –me refiero a personas que se hayan ido mal idas– y esa esperanza se desvanece en el momento en que no le abren, un nudo de tristeza ahogará su garganta, su impotencia será enorme, todo el montaje de hijo pródigo, que se había formado, se le viene abajo. Tendrá que seguir estando a la intemperie, sin un hogar, sin cariño, sin su familia.

Pues bien, pensemos el caso contrario: vuelve por amor, ofreciendo reconciliación, para perdonar la ofensa que le habían hecho y los hombres, tan soberbios nosotros, no lo recibimos. Bajo nuestra pobre imaginación humana ¡cómo de triste se tiene que sentir Dios! Ese momento de tristeza y desesperación por el rechazo, hasta de humillación por arrastrarse a nuestros pies, le lleva a ofrecernos y compensarnos con ser hijos suyos si lo recibimos. ¡Y nosotros erre que erre! ¡Qué no! ¿No nos proporciona remordimiento permanecer dentro, en nuestro confort, y no abrir las puertas a tantos hermanos que a diario nos llegan en demanda de algo: perdón, compresión, consejo, servicio, una sonrisa, pan, etc.? ¡Tantas demandas o señales de petición de apertura de puertas podríamos percibir al cabo de un día si estuviéramos atentos…! Recordemos aquello de “…cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos pequeños, conmigo lo hicisteis”.

Además de desagradecidos, somos torpes porque no sabemos valorar la compensación ofrecida: nada menos que la dignidad de ser hijos de Dios. Más nos vale que abramos, además de las puertas físicas, nuestra mente y sobre todo nuestro corazón. No perdamos la ocasión. Que no nos tengamos que arrepentir en un futuro, más o menos cercano pero cierto.

 Pedro José Martínez Caparrós

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