“Señor, si mi hermano
me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿hasta setenta veces? […] hasta
setenta veces siete” (Mt
18, 21-22) ‒que es tanto
como decir siempre‒.
En
todas los aspectos de la vida, en el decir y hacer, en las relaciones con los demás,
las formas de actuar de los hombres son muy distintas y distantes a las de Dios.
Nosotros ponemos límites, mas Dios es infinito. Nosotros cuantificamos, pero Él no echa cuentas. Nosotros somos
cicateros y egoístas, Él, en cambio, infinitamente generoso. En el tema del
perdón no iba a ser una excepción, sino todo lo contrario, para Él es el
culmen. El hombre, ¿cuántas veces tengo
que perdonarlo?; Dios, “siempre”.
Creo
que es, el perdón, piedra de toque de los hombres, incluidos los cristianos
porque lógicamente pertenecemos a la humanidad y no somos seres angelicales e
inmateriales. ¡Cuánto nos cuesta perdonar y no digamos olvidar! Eso, que tanto
se escucha, yo perdono, pero no olvido parece que no casa con la doctrina
divina. Me da a mí que aplicar este
dicho es una especie de querer jugar al despiste, es pretender que la
conciencia no te remuerda; porque en el fondo, si digo que no olvido, es tanto
como decir que cada vez que te vea o me acuerde de ti te echaré en cara, ‒eso sí, solo en mi pensamiento‒, que me hiciste tal cosa, y esto
¿no es una forma subliminal o sibilina de ausencia de perdón o no es acaso un
cierto tipo de rencor además de hipocresía?
Estamos
dispuestos a que nos perdonen todas nuestras maldades por muchas, en cantidad y
calidad, que sean, pero cuando llega lo contrario, que los que tenemos que
perdonar somos nosotros, es otra cosa. El pasaje evangélico es muy real, el que
debía diez mil talentos (cuantía impagable por desorbitada), para no perder a
su mujer y su hijo, se arroja a los pies del acreedor ‒gesto muy loable‒, suplica y alcanza el perdón, pero
en cuanto consigue lo que quería, la condonación, se da media vuelta y hace lo
contrario con su deudor, aunque solo fueran cien denarios (cuantía
insignificante); de él se compadecieron, pero él ni sabe el significado de esta
palabra. Estas dos deudas parabólicas son símbolo, la primera de nuestra deuda
con Dios: nuestro pecado es infinito (cuantía impagable por desorbitada) porque
es contra Dios, Ser Supremo; la segunda representa nuestra deuda con el prójimo:
(cuantía insignificante) porque el ofensor y el ofendido están al mismo nivel.
El primer acreedor perdona, Dios siempre perdona, y el segundo, el hombre,
condena. Así que cuando perdonamos estamos elevando y acercando nuestra exigua dignidad
humana a la infinita dignidad divina.
Por
otra parte, el pedir perdón no es humillante, sino solo capacidad de
reconocimiento de nuestros errores, es recordar que somos humanos y que nos
podemos equivocar. El perdonar conlleva descarga de mala conciencia y nos proporciona,
por ende, felicidad. Pero el que no perdona es soberbio ya que se siente por
encima del otro, se considera juez del asunto, dueño de sus sentimientos, actúa
por tanto con prepotencia y ello le acarrea, en el fondo, insatisfacción. Además,
si no somos capaces de perdonar las pequeñas deudas de nuestros semejantes, porque
son de nuestros iguales, ¿cómo vamos a pedir a Dios que nos perdone nuestra
infinita deuda contraída con Él? Incluso con nuestra falta de perdón nos inculpamos
a nosotros mismos al rezar el Padrenuestro: …perdona nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores
(versión anterior).
Pedro
José Martínez Caparrós
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