martes, 30 de enero de 2018

Siem­pre mos­tran­do la cer­ca­nía de Dios a los hom­bres




Aca­ba­mos de ce­le­brar la Se­ma­na de Ora­ción por la Uni­dad de los Cris­tia­nos con la con­vic­ción ab­so­lu­ta de que so­la­men­te el Se­ñor tie­ne fuer­za para re­unir­nos y unir­nos a to­dos. Por eso el lema de este año ha sido Fue tu dies­tra quien lo hizo, Se­ñor, res­plan­de­cien­te de po­der (Ex 15, 16). El Se­ñor quie­re que es­te­mos uni­dos, ya que así ha­re­mos creí­ble a quien anun­cia­mos que es el mis­mo Je­su­cris­to. He­mos de mos­trar la cer­ca­nía de Dios a los hom­bres ma­ni­fes­ta­da y re­ve­la­da por Je­su­cris­to. La evan­ge­li­za­ción, el anun­cio de Cris­to, nos está pi­dien­do la uni­dad. Os in­vi­to a vi­vir mos­tran­do la cer­ca­nía de Dios al hom­bre.

El papa Pa­blo VI afir­ma­ba que «evan­ge­li­zar es, ante todo, dar tes­ti­mo­nio, de una ma­ne­ra sen­ci­lla y di­rec­ta, de Dios re­ve­la­do por Je­su­cris­to me­dian­te el Es­pí­ri­tu San­to. Tes­ti­mo­niar que ha ama­do al mun­do en su Hijo» (EN 26). No se tra­ta de trans­mi­tir una doc­tri­na, sino de anun­ciar a Je­su­cris­to, de dar a co­no­cer el mis­te­rio de su per­so­na y de su amor. ¿Qué es lo que su­ce­de en ese pa­sa­je del Evan­ge­lio en el que el cie­go pide al Se­ñor ver? Algo muy sen­ci­llo y muy nor­mal, que acon­te­ce to­dos los días en nues­tra vida. Al bor­de del ca­mino hay un hom­bre cie­go (la ce­gue­ra no so­la­men­te es la fí­si­ca) que está pi­dien­do, fal­to de vida y de ver­dad, pero nin­guno de los que pasa a su lado le da lo que más ne­ce­si­ta: el amor, la cer­ca­nía, la com­pren­sión para sa­lir de la an­gus­tia, la des­es­pe­ran­za y la de­silu­sión, en­con­trar apo­yo en los de­más… Esta ham­bre so­la­men­te la pue­de qui­tar Dios. ¡Qué be­lle­za tie­ne la Igle­sia cuan­do la con­tem­pla­mos des­de la mi­sión que le ha dado Cris­to! Sea­mos Él en me­dio de los hom­bres. ¡Qué im­por­tan­te fue para aquel cie­go que hu­bie­se al­guien que le di­je­se con cla­ri­dad: «Pasa Je­sús el Na­za­reno»! En nues­tra vida es muy im­por­tan­te que exis­ta gen­te que nos re­cuer­de que el Se­ñor está a nues­tro lado, que Dios no es un ex­tra­ño a la vida y a la his­to­ria per­so­nal y co­lec­ti­va de cada ser hu­mano.

En el mo­men­to his­tó­ri­co que vi­vi­mos, tie­ne una im­por­tan­cia ca­pi­tal que haya hom­bres y mu­je­res que nos mues­tren con sus vi­das el ros­tro del Se­ñor. Quien se en­cuen­tra con Cris­to, tie­ne que sa­lir a anun­ciar­lo, va uni­do. En­cuen­tro y mi­sión son in­se­pa­ra­bles, como se ve en esa pá­gi­na del Evan­ge­lio de san Ma­teo (Mt 20, 19-23).
Vi­vi­mos un mo­men­to ex­tra­or­di­na­rio de la hu­ma­ni­dad, en el que se per­ci­be la ne­ce­si­dad que tie­nen los hom­bres del Dios vivo y ver­da­de­ro. Por no­so­tros mis­mos no lo­gra­mos lo más ne­ce­sa­rio para vi­vir como her­ma­nos, aflo­ran egoís­mos tre­men­dos en la vida de las per­so­nas que mi­ran más para sí mis­mas y ol­vi­dan a los de­más. Cada dis­cí­pu­lo de Cris­to sabe que su mi­sión es ha­cer ver­dad el man­da­to de Cris­to: «Se­réis mis tes­ti­gos». Se tra­ta de ser tes­ti­go de Cris­to y, por ello, mi­sio­ne­ro como Él, es­tar en me­dio de los hom­bres, lle­var la Bue­na No­ti­cia a to­dos los lu­ga­res… He­mos de pre­gun­tar­nos sin mie­dos: ¿soy cau­ce para que otros pue­dan co­no­cer y en­con­trar­se con el Se­ñor?, ¿in­for­mo con mi vida y mis obras que Él pasa por aquí con obras y pa­la­bras?, ¿doy a co­no­cer con mi modo de es­tar en me­dio de esta his­to­ria que Dios pasa por aquí y que está al lado del hom­bre?
En nues­tro mun­do se si­gue ma­ni­fes­tan­do ese con­flic­to en­tre dos amo­res del que ha­bla­ba san Agus­tín: el amor de Dios lle­va­do has­ta el des­pre­cio de sí, y el amor de sí mis­mo lle­va­do has­ta el des­pre­cio de Dios (Cfr. S. Agus­tín, De Ci­vi­ta­te Dei, XIV, 28: CSEL 40, II, 56s.). A no­so­tros los cris­tia­nos, eso nos lle­va a te­ner más con­cien­cia de la mi­sión y de la ne­ce­si­dad de vi­vir lo que el Papa Fran­cis­co nos in­vi­ta a ha­cer en la ex­hor­ta­ción apos­tó­li­ca Evan­ge­lii Gau­dium, don­de «se­réis mis tes­ti­gos» tie­ne un nom­bre: ser «dis­cí­pu­los mi­sio­ne­ros» para «lle­var la ale­gría del Evan­ge­lio».
Los tes­ti­gos de Cris­to, que son dis­cí­pu­los mi­sio­ne­ros y que sa­len al mun­do, tie­nen el atre­vi­mien­to de de­cir a los hom­bres que se en­cuen­tran por el ca­mino: «¿Qué quie­res que haga por ti?». Con sus vi­das ga­ran­ti­zan que los de­más son más im­por­tan­tes que uno mis­mo. El Papa Fran­cis­co nos se­ña­la tres as­pec­tos que es ne­ce­sa­rio in­cor­po­rar en la ac­ción pas­to­ral de la Igle­sia para ha­cer lle­gar la ale­gría del Evan­ge­lio:
1. Je­su­cris­to nos apre­mia a que la Igle­sia se arries­gue a sa­lir de sí mis­ma, a te­ner y vi­vir celo apos­tó­li­co: cuan­do el Papa nos dice que sal­ga­mos a las pe­ri­fe­rias geo­grá­fi­cas y exis­ten­cia­les, nos está in­vi­tan­do a sa­lir a las pe­ri­fe­rias del mis­te­rio del pe­ca­do, del do­lor, de las in­jus­ti­cias, de la ig­no­ran­cia, del pen­sa­mien­to, a toda mi­se­ria, la más gran­de es des­co­no­cer a Dios.
2. Je­su­cris­to nos apre­mia a des­cu­brir que cuan­do la Igle­sia no sale de sí y es re­fe­ren­te de sí mis­ma, en­fer­ma: de­je­mos en­trar a Je­su­cris­to en nues­tras vi­das; en el li­bro del Apo­ca­lip­sis se nos dice así de Je­sús: «Es­toy a la puer­ta y lla­mo». Es ver­dad que se re­fie­re al he­cho de que Je­sús des­de fue­ra lla­ma a la puer­ta para po­der en­trar, pero yo qui­sie­ra re­fe­rir­lo a cómo tam­bién Je­sús des­de den­tro nos está pi­dien­do sa­lir, que de­je­mos la au­to­rre­fe­ren­cia­li­dad. Avan­zar en el ca­mino de una con­ver­sión pas­to­ral y mi­sio­ne­ra no pue­de de­jar las co­sas igual. No bas­ta la ges­tión, pues cons­ti­tuir­se en un es­ta­do per­ma­nen­te de mi­sión es en­trar en las en­tra­ñas de lo que el Se­ñor quie­re de la Igle­sia. Bus­car a to­dos los hom­bres, en­trar en to­das las si­tua­cio­nes en las que es­tén y vi­van, es nues­tra mi­sión.
3. Je­su­cris­to nos apre­mia a de­jar de vi­vir de la mun­da­ni­dad es­pi­ri­tual: nun­ca vi­va­mos para dar­nos glo­ria los unos a los otros, vi­vi­mos para anun­ciar a Je­su­cris­to. El Se­ñor nos lla­mó a la per­te­nen­cia ecle­sial para sa­lir y en­tre­gar su ros­tro, acer­car­lo a to­dos los hom­bres y en to­das las si­tua­cio­nes. La Igle­sia se hace mun­da­na cuan­do vive en sí mis­ma, para sí mis­ma, des­de sí mis­ma. ¡Qué pa­la­bras las del Papa Fran­cis­co: «Os ex­hor­to a im­pul­sar un pro­ce­so de­ci­di­do de dis­cer­ni­mien­to, pu­ri­fi­ca­ción y re­for­ma»! No bas­ta ese «siem­pre se ha he­cho así» del que nos ha­bla el Papa. Tam­po­co la re­for­ma de es­truc­tu­ras por ha­cer­la, ya que sin con­ver­sión pas­to­ral no se vol­ve­rán más mi­sio­ne­ras. La au­da­cia, la crea­ti­vi­dad, re­pen­sar ob­je­ti­vos, es­ti­los y mé­to­dos, la bús­que­da co­mu­ni­ta­ria de los me­dios para que no se que­de todo en fan­ta­sía, son ne­ce­sa­rios. Es im­por­tan­te no ca­mi­nar so­los, he­mos de con­tar con los her­ma­nos y con quie­nes tie­nen la mi­sión de pre­si­dir la co­mu­ni­dad, para así po­der ha­cer­lo todo des­de un sa­bio y rea­lis­ta dis­cer­ni­mien­to pas­to­ral.

Te­ne­mos que apren­der de nues­tro Se­ñor Je­su­cris­to cómo Él se em­pe­ñó en ser Evan­ge­lio para los hom­bres. Un tri­ple amor ma­ni­fes­tó en su vida: con su Pa­la­bra, con sus dis­cí­pu­los, con el mun­do. Este amor tri­ple tie­ne que ser el ma­nan­tial de don­de sur­ja todo nues­tro em­pe­ño evan­ge­li­za­dor: amor a la Pa­la­bra de Dios, amor a la Igle­sia y amor al mun­do. Y ello por­que, a tra­vés de la Pa­la­bra, Cris­to se nos da a co­no­cer en su Per­so­na, en su vida, en su doc­tri­na; por­que al lla­mar­nos a la per­te­nen­cia ecle­sial ha que­ri­do con­tar con no­so­tros para se­guir mos­tran­do su ros­tro, y por­que desea que ha­ga­mos vida lo que Él nos dice: «He ve­ni­do no para con­de­nar al mun­do sino para sal­var­lo». So­la­men­te la Pa­la­bra pue­de cam­biar el co­ra­zón del hom­bre, aco­ja­mos a Cris­to con el mis­mo de­seo que el cie­go te­nía de es­tar al lado de Je­sús: «En­ton­ces em­pe­zó a gri­tar: ¡Je­sús, hijo de Da­vid, ten com­pa­sión de mí!».
Con gran afec­to, os ben­di­ce,
+ Car­los Card. Oso­ro, ar­zo­bis­po de Ma­drid



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