El texto del evangelio empieza planteando una cuestión peliaguda pero siempre actual. Ante el problema del mal (y la ceguera es uno de esos males físicos que producen un horror especial) surge espontánea la pregunta por su causa. Una forma de explicación es encontrar culpables. En las antiguas culturas se vinculaba espontáneamente cualquier mal o desgracia con algún pecado, incluso desconocido, de la víctima de ese mal o de gentes ligadas con ella (como los padres). La cultura moderna, desde hace varios siglos ha ido invirtiendo el sentido de la responsabilidad, primero vetando a Dios la posibilidad de intervenir en el mundo, ni de modo natural ni sobrenatural (un momento de inflexión muy importante e históricamente localizado fue el terremoto de Lisboa en 1754, que conmovió el ánimo de los ilustrados, y quebró el optimismo que veía en este mundo “el mejor de los posibles”); después tendiendo a imputar a Dios la existencia del mal, o usando el dato del mal para negar la existencia de Dios con un sencillo razonamiento: o Dios quiere acabar con el mal y no puede, luego no es todopoderoso; o puede y no quiere, y entonces no es bueno. Benedicto XVI en su encíclica “Spes salvi” dice que el ateísmo contemporáneo es ante todo un ateísmo moral, que protesta ante el problema del mal. La cuestión, claro, es que si suprimimos a Dios en virtud del mal que, pese a todo, sigue existiendo, nos quedamos sin culpable o, más bien, tenemos que buscar a otro. Probablemente, dado lo relativamente poco inclinados que estamos hoy en día en creer en el Destino y en diablos, tengamos que dirigir la atención sobre nosotros mismos. No ya, claro, para explicar el mal físico, que tiene causas naturales, sino el mal moral, que depende de nuestra libertad.
Hoy vemos que Jesús no sigue la corriente de su
tiempo, que trata de descubrir un culpable de la ceguera, sino que, con su
respuesta, nos viene a decir que cualquier mal es ocasión para hacer el bien. Y
lo hace. Da la luz al que vive en tinieblas.
Los evangelios siempre juegan con varios planos de
significado. Aquí también es así: la ceguera física, una situación de
sufrimiento que no exige detectar culpables, sino buscar remedio y alivio, es
ocasión para meditar sobre otro tipo de ceguera todavía peor. Bien lo dice el
refrán: “no hay peor ciego que el que no quiere ver”. Y es que el mal que
procede del corazón humano, el verdadero mal, el que hemos llamado mal moral,
nos ciega, nos impide ver con claridad, nos hace vivir en la oscuridad.
La cosa es patente con ocasión de la curación
realizada por Jesús, un acto de benévola gratuidad realizado incluso sin que el
ciego de nacimiento lo pidiera. Tras la curación, el que era ciego se ha
transformado, se ha convertido plenamente en sí mismo, en un ser autónomo y libre,
que ve y puede valerse con independencia. Tal es su transformación, que algunos
de sus vecinos no lo reconocen. Y empieza la polémica, que es la que pone de
relieve la verdadera ceguera, la de los que no quieren ver. Ceguera hacia el
hombre que ha sido salvado. Pero, sobre todo, ceguera hacia Jesús. Es
impresionante el contraste entre el sencillo gesto de Jesús, meridiano,
directo: barro y saliva, una verdadera nueva creación; y el lío que se forma en
torno a él. Idas y venidas, interrogatorios repetidos varias veces,
acusaciones, amenazas, miedos y exclusiones. Los ciegos que no quieren ver se
niegan a reconcer la evidencia del bien realizado de manera gratuita y pública.
Por eso preguntan una y otra vez, sin poder aceptar lo que es patente, cegados
por sus propios prejuicios, encastillados en la seguridad de su propia
justicia, que les impide abrir los ojos a dimensiones nuevas.
Frente a ellos, el ciego que ha abierto los ojos
inicia un proceso. Primero se descubre a sí mismo: antes era ciego y ahora veo.
“Ve” también que “alguien”, “ese hombre” que se llama Jesús,
lo ha curado. No sabe más de él y no sabe siquiera dónde está (no lo ve). Pero
ante los interrogatorios insistentes, el hombre, que ha empezado a ver por sí
mismo, es capaz de tomar postura con la libertad recién estrenada, sin dejarse
achantar por las amenazas y, habiendo empezado a ver claro, hace una primera
confesión: “ese hombre no es un pecador”, ¿cómo va a ser un pecador el que ha
hecho el bien con un poder que sólo puede venir de Dios?; la conclusión es
lógica, y está ya muy cerca de una confesión de fe: “es un profeta”. Finalmente,
en otro momento de gracia, Jesús se hace el encontradizo con él y le da una luz
todavía más alta y decisiva, una revelación sobre el Hijo del Hombre que provoca
la confesión final: “Creo, Señor”.
Cuando buscamos culpables, solemos exigir castigos y
correcciones. Jesús, en cambio, no apaga la mecha vacilante, ni destruye
primero para construir después, ve el corazón, hace el bien, cura, restablece,
nos da su luz para que podamos ser libres.
Al considerar la escena que el Evangelio nos propone
hoy comprendemos que, como el ciego de nacimiento, estamos en camino y que si
queremos seguir progresando (como personas, como cristianos) tenemos que
reconocer que, precisamente por estar en proceso, todavía no somos capaces de
verlo todo, que hay todavía mucho que ignoramos y que aún tenemos que
descubrir. Es decir, se nos invita aquí a que nuestras certezas no se
conviertan en prejuicios, en rigideces que nos paralizan, en obstáculos que nos
impiden ver más, sino a hacer de ellas luminarias para el camino.
Se insiste hoy en la fe como proceso, camino e
iluminación progresiva. Reconocer nuestras cegueras sobre nosotros mismos,
sobre los demás y sobre Dios nos ayuda a pedir la luz de la curación, a ampliar
el horizonte de nuestra mirada para descubrirnos mejor a nosotros mismos, para
reconocer sin prejuicios el bien allí donde se hace, para mirar a los demás con
esperanza, pues de ellos, también en camino, vemos sólo una mínima parte, y
para alcanzar su corazón deberíamos mirarlos con los ojos de Dios (que son los
ojos del amor); en definitiva, para confesar a Jesús de manera renovada.
Pero se nos recuerda también que esa fe tiene que ser
confesada, que implica tomar partido, a favor de Cristo o en su contra.
Confesar nuestra fe en Jesús de manera pública, sin miedos y sin complejos no
está exento de dificultades y de riesgos. También hoy, como en tiempos de
Jesús, se dan amenazas de exclusión para los que creen en Cristo. Es notorio lo
que sucede con las personas que viven en ciertos países musulmanes, sobre todo
con aquellas que, perteneciendo al Islam, se convierten a Cristo. Esto supone
el exilio cultural y con frecuencia el riesgo de la propia vida. Pero también
entre nosotros existen otras formas de amenaza de exclusión de las “sinagogas”
de nuestro tiempo. No es fácil resistir la presión que hoy en día, de manera a
veces suave, otras más virulenta, y en nombre de las vigencias (algo así como
los credos) del momento trata de expulsar la fe cristiana y a los que la
profesan de la vida pública. Como los padres del ciego, podemos tratar de
esquivar esa marginación sacudiéndonos toda implicación o responsabilidad: “que
le pregunten a él, que ya es mayorcito” dicen aquellos, negándose a reconocer a
su propio hijo. Una forma de hacer esto hoy día es recluirse en el ámbito
privado, el de las convicciones íntimas: creer sin confesar, sin dar
testimonio, renunciando a reflejar la luz que recibimos de Cristo, para
evitarnos complicaciones, acomodándonos lo más posible a lo que dicta el
ambiente. Pero esa pura privacidad acomodaticia, en realidad, es imposible. Hay
que tomar partido, aunque, como en el caso del ciego de hoy, nos echen fuera.
Si hemos sido curados de nuestra ceguera, si somos capaces de ver con los ojos
de Dios y no juzgar sólo por las apariencias más o menos deslumbrantes, si
alcanzamos a ver la presencia de Dios en lo pequeño, como Samuel que tuvo que
ungir al menor de los hijos de Jesé, o como el ciego de nacimiento, que supo
descubrir al Mesías en el hombre de Nazaret, si vivimos en esta luz, esto no
puede no reflejarse en nuestra vida. En primer lugar, en nuestras obras, que
tienen que tratar de ser las de los hijos de la luz y que Pablo resume hoy
admirablemente: la bondad, la justicia y la verdad; dicho con otras palabras:
la benevolencia hacia todos, en vez del odio, la exclusión o la violencia; la
equidad, en vez de la búsqueda del propio interés a toda costa; la veracidad y
la sinceridad, que no trata de someter la realidad a esos mismos intereses o a
los prejuicios de moda (lo que se ha dado en llamar la “posverdad”). La fe se
refleja, en segundo lugar, en nuestro modo de tratar con el mundo que nos
rodea: la misma fe ha de ser principio de discernimiento de lo que se puede
aceptar y de lo que no. Siempre tenemos la tentación de hacer al revés:
acomodar la fe a las modas del momento, a lo que agrada al mundo, en vez de
buscar lo que agrada al Señor, aun a costa de renunciar a las vanidades
estériles, y de denunciar lo que es inadmisible y vergonzoso, por más
predicamento que pueda tener. Renunciar y denunciar son sólo la cruz de la cara
positiva: anunciar, confesar y testimoniar nuestra fe, esto es, vivir
reflejando la luz que Cristo ha venido a traernos y con la que nos está
curando.
José María Vegas, cmf.
No hay comentarios:
Publicar un comentario