Hemos comenzado el tiempo de Cuaresma hace tres días,
mediante el rito de purificación y penitencia de la ceniza, y haciéndonos
propósitos relativos al ayuno, la limosna y la oración; es decir, con el
propósito de mejorar nuestras relaciones con nosotros mismos, con los demás y
con Dios. Pero, al hacerlo, descubrimos casi inmediatamente nuestra debilidad,
que se manifiesta especialmente en la tentación. Por eso, la Palabra de Dios
nos invita a reflexionar en este primer domingo de Cuaresma sobre esta realidad
tan humana, y que, por eso, también experimenta Cristo.
El relato del Génesis nos ilumina sobre la esencia de
la tentación y del pecado. El paraíso es el mundo (un mundo sin pecado sería
ciertamente un paraíso), el centro del paraíso es el hombre, cumbre de la
creación a quien Dios le confía su obra. En ese centro está “el árbol
prohibido”. ¿Qué árbol es éste, el único del que le está prohibido comer al
hombre? ¿Ha de entenderse como una prueba que Dios pone a la fidelidad del
hombre? Pero, ¿no sería esto un gesto de desconfianza? O, lo que es peor, una
trampa. Porque, si lo pensamos bien, ¿qué tiene de malo comer de un árbol, por
muy en el centro que esté? ¿Y si en vez de comer de un árbol hubiera prohibido
atravesar una raya? Pero no debemos entender los mandatos de Dios de manera tan
arbitraria. No olvidemos que se trata del árbol del conocimiento del
bien y del mal: una realidad viva, que da frutos y se encuentra en el
centro del jardín es la conciencia moral. El ser humano tiene
conciencia, distingue de manera espontánea y más o menos clara el bien del mal.
Que no puede comer los frutos significa que no puede disponer del orden moral a
su antojo, ni puede cambiar arbitrariamente su significado. No puede decidir,
por ejemplo, que “mentir para él sea bueno, de manera que mintiendo se haga
bueno”. Podrá mentir el hombre por motivos cualesquiera, pero no puede hacer de
la mendacidad una virtud.
El relato habla también del tentador, la astuta
serpiente: la tentación no viene de Dios, sino de una realidad creada: el
diablo, por la vía del inconsciente, o la imaginación, o el entorno… El ser
humano percibe una incitación a transgredir el orden moral, a disponer de él a
su antojo, a “ser como dios”, haciendo que sea en sí bueno lo que sólo le viene
bien. Hay en esto un elemento de debilidad: no somos perfectos, debemos
perfeccionarnos, sometiendo nuestras inclinaciones a las exigencias más nobles.
Se trataría de una especie de tentación natural. Pero, además, a veces se produce
en la tentación un engaño, que pretende que lo que es malo sea bueno, y, lo que
es peor, que nosotros tenemos el poder para cambiar el significado del
bien del mal a nuestro antojo, convirtiéndonos en unos pequeños dioses,
dotados de la capacidad de crear. Esta tentación más radical, ligada con la
soberbia, es cosa del diablo, el tentador y el padre de la mentira (cf. Jn 8,
44).
De hecho, en este engaño siempre se percibe un cierto
bien. El tentador no nos dice que hagamos lo que está mal, sino que
astutamente nos lo pinta como algo bueno: el árbol era “apetitoso, atrayente y
deseable, porque daba inteligencia” (saber, poder, placer…). ¿Qué hay de malo
en todo eso?, podemos preguntarnos. En esas cosas, como tales, no hay nada
malo. El mal está en elegirlos a costa de otros bienes más
elevados. A veces, “lo que nos viene bien” puede conllevar una
transgresión de lo que es en sí bueno. Convendremos en que no se debe obtener
placer a costa de la dignidad de una persona (por ejemplo, humillándola). No es
legítimo obtener bienes relativos (en sí, tal vez, legítimos: placer, dinero,
prestigio, poder…) a costa de valores absolutos, como la verdad, la fidelidad,
la justicia, los derechos o los méritos de otros. Todos los juicios morales que
hacemos a diario en un sentido o en otro suponen implícitamente esta conexión.
Por eso, en la tentación siempre hay un elemento de mentira o engaño: “¿Cómo es
que os ha dicho Dios que no comáis de ningún árbol del jardín?”, que hoy se
traduce fácilmente, por ejemplo, diciendo que “la Iglesia lo único que hace es
prohibirlo todo” y cosas por el estilo.
El tentador no es la causa del pecado, ya que la
tentación no es el pecado. Este depende de nuestra libre voluntad. Se peca sólo
cuando damos nuestro consentimiento libre (si no hubiera libertad, no habría
pecado). Nuestra cultura, siguiendo a Rousseau, se empeña en echarle las culpas
del mal a otros (la civilización, la economía, el ambiente, la
biología, y así un largo etc., pero nunca yo: a mí que me registren). Cierto es
que existen factores que atenúan o acentúan la responsabilidad. Pero lo que no
se puede hacer es vaciar por completo la libertad humana cuando se trata de la
culpa, mientras que, cuando se trata de la diversión y de nuestra “real gana”,
se eleva esa misma libertad a instancia suprema. Podemos definir el pecado como
la elección de la libertad, al tiempo que se rechaza la responsabilidad: hago
lo que me da la gana, pero yo no respondo, de modo que culpables, si algo no
va, siempre serán otros. La revelación bíblica y el cristianismo afirman la
libertad humana, pero como libertad responsable (que es lo que es).
La historia que nos relata el Génesis hoy es real como
la vida misma, es un verdadero arquetipo de la existencia humana de todos los
tiempos.
De la responsabilidad nos habla Pablo. Subrayamos de
su texto sólo un aspecto: cuando hacemos el bien o el mal, no se queda la cosa
en el ámbito exclusivo de mi privacidad, sino que repercute (para bien o para
mal) en todos los demás. En este sentido, todo pecado es “original”, porque se
convierte en el punto de partida de una cadena, que va emitiendo sus ondas
nocivas a su alrededor. Adán y Eva son el varón y la mujer, el hombre, cada uno
de nosotros. Pero, igualmente y con mayor motivo, el bien que hacemos aumenta
el caudal de bien de la humanidad y de la historia. Como vemos la responsabilidad
asoma de nuevo. Al hacer el bien, el ser humano se cristifica, lo sepa o no,
pues responde a la inspiración del Espíritu del Amor que sopla donde quiere y
por todas partes. Pero esta verdad se ha hecho carne en Jesucristo, de modo que
podemos unirnos al poder benéfico y redentor del que se sometió a la tentación
para vencer el pecado desde dentro.
Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu, empieza
hoy el Evangelio. Sucede después del Bautismo en el Jordán. Allí Jesús escuchó
la voz que le llamaba “mi hijo amado, el elegido”. ¿Por qué precisamente
después se va Jesús al desierto llevado por el Espíritu? ¿Es que no fue
suficiente con la experiencia del Jordán? Esta secuencia expresa una ley de
vida, especialmente en la experiencia religiosa: Dios nos elige gratuitamente,
pero nosotros debemos responder eligiéndolo a Él, y esta respuesta debe superar
enormes dificultades y tentaciones, es una verdadera lucha, un camino por el
desierto. En Jesús, hijo de Dios, pero hombre en sentido pleno, también es así.
Por ello, estas tentaciones no son sólo experiencias puntuales que Jesús sintió
una vez y superó para siempre, sino que son las tentaciones permanentes de todo
su ministerio, que son además las tentaciones básicas o axiales a las que
estamos sometidos todos los seres humanos.
Que las piedras se conviertan en pan es la tentación
ligada a nuestras necesidades y a nuestra debilidad, la de usar del poder de
que disponemos (y todos disponemos de alguno: responsabilidad, capacidad de
decisión, conocimientos, etc.) en propio beneficio y no para aquello que se nos
ha concedido. El tentador dice: “Si eres el Hijo de Dios…” La tentación a veces
nos quiere convencer halagándonos: oye, que eres el director, para algo te han
dado la responsabilidad, además tú tienes también tus necesidades, el que parte
y reparte se lleva la mejor parte… Pero las piedras no son pan y yo no tengo
derecho a cambiar las cosas simplemente en beneficio propio. Un ejemplo claro
es la “mordida”, el policía, o el funcionario, o quien sea, que abusa de su
posición para sacar beneficios extra.
En la segunda (“tírate del alero del templo”) más que
ser nosotros tentados, tratamos de tentar a Dios. De nuevo “si eres Hijo de
Dios”: si eres creyente y Dios existe que haga esto o lo otro… De qué sirve
creer en Dios si luego no te va mejor que a los demás. Jesús pudo tener la
tentación de hacer cosas maravillosas para suscitar la aceptación de las
gentes. A veces claramente fue tentado en este sentido por otros, como Herodes
que le pidió hacer un milagro. Jesús siempre se negó a tentar a Dios, a usar su
poder como magia o espectáculo, a seguir el camino del éxito fácil. Nunca hizo
milagros para suscitar la fe, sino que exigía la fe como condición para curar,
liberar, perdonar. La fe, condición y no consecuencia de los milagros de Dios,
no puede ser un negocio.
La tercera situación es una oferta tentadora: el
tentador le ofrece a Jesús lo que éste realmente quiere: el mundo entero. Jesús
quiere ganar el mundo para Dios. Pero el tentador le ofrece alcanzar esa meta
buena postrándose ante el mal. Es una tentación frecuente (realmente diabólica)
tratar de conseguir buenos fines con malos medios. Es la teoría, defendida o
condenada, pero tantas veces practicada, de que el fin justifica los medios.
Eso significa inclinarse ante el mal y adorarlo.
Jesús ha elegido otro camino: ni se aprovecha, ni
busca el aplauso fácil, ni se alía con el mal. Elige a Dios, se somete a su
voluntad, camina por la senda empinada y entra por la puerta estrecha: es el
camino sin compromisos del servicio, de la verdad y de la entrega, el camino
que le lleva a Jerusalén, donde entregará su vida en la Cruz.
Es el camino de la autenticidad y de los bienes
verdaderos, duraderos y que nos salvan. En Jesús vemos que, sin bien la tentación
es inevitable, no lo es el ceder a ella. Y si, en ocasiones, es bien difícil
superarla, unidos a Cristo, que ha vencido al tentador, es posible. Si a veces
sentimos que nuestra debilidad ha sido mayor que nuestra resolución y voluntad
de bien, siempre podemos volver al Maestro bueno que se ha sometido a la
tentación por amor nuestro, y recibir de Él el perdón, “pues no tenemos un sumo
sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, sino que las ha
experimentado todas como nosotros, menos el pecado” (Hb 4, 15).
José María Vegas, cmf.
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