Continuamos la oración y decimos: El pan
nuestro de cada día dánosle hoy. Esto puede entenderse en sentido
espiritual o literal, pues de ambas maneras aprovecha a nuestra salvación. En
efecto, el pan de vida es Cristo, y este pan no es sólo de todos en general,
sino también nuestro en particular. Porque, del mismo modo que
decimos: Padre nuestro, en cuanto que es Padre de los que lo conocen
y creen en él, de la misma manera decimos: El pan nuestro, ya que
Cristo es el pan de los que entramos en contacto con su cuerpo.
Pedimos que se nos dé cada día este pan, a fin de
que los que vivimos en Cristo y recibimos cada día su Eucaristía como alimento
saludable no nos veamos privados, por alguna falta grave, de la comunión del
Pan celestial y quedemos separados del Cuerpo de Cristo, ya que Él mismo nos
enseña: Yo soy el pan que ha bajado del cielo; el que coma de este pan
vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.
Por lo tanto, si Él afirma que los que coman de
este Pan vivirán para siempre, es evidente que los que entran en contacto con
su Cuerpo y participan rectamente de la Eucaristía poseen la vida; por el
contrario, es de temer, y hay que rogar que no suceda así, que aquellos que se
privan de la unión con el Cuerpo de Cristo queden también privados de la
salvación, pues el mismo Señor nos conmina con estas palabras: Si no
coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en
vosotros. Por eso, pedimos que nos sea dado cada día nuestro pan, es
decir, Cristo, para que todos los que vivimos y permanecemos en Cristo no nos
apartemos de su Cuerpo que nos santifica.
Después de esto, pedimos también por nuestros
pecados, diciendo: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros
perdonamos a nuestros deudores. Después del alimento, pedimos el perdón de
los pecados.
Esta petición nos es muy conveniente y provechosa,
porque ella nos recuerda que somos pecadores, ya que, al exhortarnos el Señor a
pedir el perdón de los pecados, despierta con ello nuestra conciencia. Al
mandarnos que pidamos cada día el perdón de nuestros pecados, nos enseña que
cada día pecamos, y así nadie puede vanagloriarse de su inocencia ni sucumbir
al orgullo.
Es lo mismo que nos advierte Juan en su carta,
cuando dice: Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros.
Pero, si confesamos nuestros pecados, Él, que es fiel y justo, nos perdonará
los pecados. Dos cosas nos enseña en esta carta: que hemos de pedir el perdón
de nuestros pecados, y que esta oración nos alcanza el perdón. Por esto, dice
que el Señor es fiel, porque Él nos ha prometido el perdón de los pecados y no
puede faltar a su palabra, ya que, al enseñarnos a pedir que sean perdonadas
nuestras ofensas y pecados, nos ha prometido su misericordia paternal y, en
consecuencia, su perdón.
(Del Tratado de san Cipriano sobre el
Padrenuestro 18-22)
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