lunes, 2 de marzo de 2020

Cuaresma: convertirnos y renacer



La Cuaresma es el tiempo oportuno para volver a Dios, y comprender de nuevo el sentido mismo de la vida. Para el cristiano, la Cuaresma es un tiempo de verdadero cambio y renovación, tiempo para clarificar y poner  orden en tantas confusiones; todo para llegar “con el corazón renovado al gran Misterio de la muerte y resurrección de Jesús, fundamento de la vida cristiana personal y comunitaria”, tal como destaca el Papa Francisco en el comienzo de su Mensaje para la Cuaresma 2020.

En el núcleo de su Mensaje nos habla de la “urgencia de la conversión”, después de haber señalado al Misterio Pascual como “fundamento” de la misma, pues en él se manifiesta lo central de la Buena Noticia, el resumen nuclear del mensaje del amor de Dios cuya voluntad es darnos vida. Por todo ello quiere “dirigir a todos” el llamamiento que hizo a los jóvenes en su Exhortación Apostólica Cristus vivit: “Mira los brazos abiertos de Cristo crucificado, déjate salvar una y otra vez. Y cuando te acerques a confesar tus pecados, cree firmemente en su misericordia que te libera de la culpa. Contempla su sangre derramada con tanto cariño y déjate purificar por ella. Así podrás renacer, una y otra vez” (n. 123).

La conversión es dar la espalda a la alienación que conlleva el pecado y volverse hacia Dios. A ello ayuda decisivamente experimentar su misericordia, contemplar a fondo el Misterio Pascual, por el que la recibimos, y ello, señala el Papa, “es posible sólo en un ‘cara a cara’ con el Señor crucificado y resucitado ‘que me amó y se entregó por mí’ (Ga 2,20). Un diálogo de corazón a corazón, de amigo a amigo. Por eso la oración es tan importante en el tiempo cuaresmal”, concluirá.

Así destaca “la apasionada voluntad de Dios de dialogar con sus hijos”; con lo que nos anima a valorar el tiempo cuaresmal como “tiempo favorable para nuestra conversión”, como “nueva oportunidad” para “sacudir nuestra modorra”, y en el que, “a pesar de la presencia del mal en nuestra vida… en la vida de la Iglesia y del mundo”, contemplemos estos días como “espacio” para “un cambio de rumbo”, y que manifiestan la “voluntad tenaz de Dios” en su “diálogo de salvación con nosotros”.

De ahí pasa a exponer en el último punto de su Mensaje el deber de ser sensibles y de compartir, y esto lo precisa con claridad: “Poner el Misterio Pascual en el centro de la vida significa sentir compasión por las llagas de Cristo Crucificado presentes en las numerosas víctimas inocentes de las guerras, de los abusos contra la vida tanto del no nacido como del anciano, de las múltiples formas de violencia, de los desastres medioambientales, de la distribución injusta de los bienes de la tierra, de la trata de personas en todas sus formas y de la sed desenfrenada de ganancias, que es una forma de idolatría”. Llegando a apuntar no sólo a “la limosna”, a compartir con quienes tienen necesidad, sino a “contribuir a diseñar una economía más justa e inclusiva que la actual”, para lo que anuncia su iniciativa en este campo concreto, en esta Cuaresma con agentes del mundo económico, en Asís, en los próximos 26 al 28 de marzo.

En el prefacio IV de Cuaresma, hay este elogio del ayuno: “Tú, que por el ayuno corporal, refrenas nuestras pasiones, elevas nuestro espíritu, nos das fuerza y recompensa, por Cristo Señor Nuestro”. Por la gracia del Señor, y debiendo cumplir lo que nos pide nuestra madre la Iglesia sobre el ayuno y la abstinencia en estos días, el ayuno material debe ser ayuda y expresión de un ayuno más profundo a realizar. En los primeros tiempos cristianos se hacía hincapié en “ayunar de las cosas del mundo” (Clemente de Alejandría), en no conformarse, en no amoldarse a este mundo (Cfr.Rom 12,2).

El ayuno profundo, radical, nos lo revela Jesús y es: ¡ayunar de uno mismo! “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo” (Lc 9, 23). Esta es la raíz donde cortar, si se quiere ir en serio con Dios y con el Evangelio. Sin duda, debemos cortar con respecto a las ligaduras en el comer, con las cosas, con las personas; pero mientras no se mete el hacha en nuestro “viejo yo”, tenaz y egoísta, no se avanza en el camino del Evangelio y quedamos lejos de una auténtica conversión, lejos de una auténtica liberación.

Cada año, en Cuaresma, llamándonos a la conversión, la Palabra de Dios nos llama a esta difícil operación. Este es el profundo ayuno espiritual, el ayuno del mismo yo, el de sí mismo hecho centro y norma de mi vida, el de mí mismo ocupando el lugar de Dios en mi propio ser, en mi vida; y a esto somos llamados para cambiar, para ser libertados, de modo que el punto de apoyo, “la roca” de mi vida, sobre la que estoy apoyado y centrado, sea Dios y no mi yo, sea su voluntad y no la mía.

Cuando estaban aún en Egipto, los hebreos pedían al Faraón: déjanos ir a celebrar una fiesta en el desierto (Cfr. Ex. 5, 1-3); la fiesta será la Pascua. También nosotros queremos ir al desierto para celebrar una fiesta, aquella de nuestra liberación. En el desierto están aún las huellas del Maestro; Él nos espera al otro lado del desierto para celebrar la Pascua de su Resurrección.

Este es el tiempo, días santos de Cuaresma, en el que se reclutan los verdaderos discípulos, los auténticos amigos de Jesús, llamados a subir con Él a Jerusalén, a compartir todo con Él: la muerte y la vida, la cruz y la luz.

Que sea esta nuestra Cuaresma; que por su misericordia la vivamos profundamente, intensamente, para llegar con “el corazón renovado”, como nos señala el Papa en su Mensaje, a su Pascua, Pascua de Jesús, origen y anticipo de la realización plena de la nuestra.

Que Nuestra Señora, Santa María, interceda por todo esto; ella que compartió como nadie la Pasión y la Cruz, ella que supo creer y esperar en los días de la muerte y el dolor, y que participó así, como nadie, en la alegría de la Resurrección.

+ Jesús Murgui Soriano.
Obispo de Orihuela-Alicante


No hay comentarios:

Publicar un comentario