La
Cuaresma es el tiempo oportuno para volver a Dios, y comprender de nuevo el
sentido mismo de la vida. Para el cristiano, la Cuaresma es un tiempo de
verdadero cambio y renovación, tiempo para clarificar y poner orden en
tantas confusiones; todo para llegar “con el corazón renovado al gran Misterio
de la muerte y resurrección de Jesús, fundamento de la vida cristiana personal
y comunitaria”, tal como destaca el Papa Francisco en el comienzo de su Mensaje
para la Cuaresma 2020.
En el
núcleo de su Mensaje nos habla de la “urgencia de la conversión”, después de
haber señalado al Misterio Pascual como “fundamento” de la misma, pues en él se
manifiesta lo central de la Buena Noticia, el resumen nuclear del mensaje del
amor de Dios cuya voluntad es darnos vida. Por todo ello quiere “dirigir a
todos” el llamamiento que hizo a los jóvenes en su Exhortación Apostólica
Cristus vivit: “Mira los brazos abiertos de Cristo crucificado, déjate salvar
una y otra vez. Y cuando te acerques a confesar tus pecados, cree firmemente en
su misericordia que te libera de la culpa. Contempla su sangre derramada con
tanto cariño y déjate purificar por ella. Así podrás renacer, una y otra vez”
(n. 123).
La
conversión es dar la espalda a la alienación que conlleva el pecado y volverse hacia
Dios. A ello ayuda decisivamente experimentar su misericordia, contemplar a
fondo el Misterio Pascual, por el que la recibimos, y ello, señala el Papa, “es
posible sólo en un ‘cara a cara’ con el Señor crucificado y resucitado ‘que me
amó y se entregó por mí’ (Ga 2,20). Un diálogo de corazón a corazón, de amigo a
amigo. Por eso la oración es tan importante en el tiempo cuaresmal”, concluirá.
Así
destaca “la apasionada voluntad de Dios de dialogar con sus hijos”; con lo que
nos anima a valorar el tiempo cuaresmal como “tiempo favorable para nuestra
conversión”, como “nueva oportunidad” para “sacudir nuestra modorra”, y en el
que, “a pesar de la presencia del mal en nuestra vida… en la vida de la Iglesia
y del mundo”, contemplemos estos días como “espacio” para “un cambio de rumbo”,
y que manifiestan la “voluntad tenaz de Dios” en su “diálogo de salvación con
nosotros”.
De ahí
pasa a exponer en el último punto de su Mensaje el deber de ser sensibles y de
compartir, y esto lo precisa con claridad: “Poner el Misterio Pascual en el
centro de la vida significa sentir compasión por las llagas de Cristo
Crucificado presentes en las numerosas víctimas inocentes de las guerras, de
los abusos contra la vida tanto del no nacido como del anciano, de las
múltiples formas de violencia, de los desastres medioambientales, de la
distribución injusta de los bienes de la tierra, de la trata de personas en
todas sus formas y de la sed desenfrenada de ganancias, que es una forma de
idolatría”. Llegando a apuntar no sólo a “la limosna”, a compartir con quienes
tienen necesidad, sino a “contribuir a diseñar una economía más justa e
inclusiva que la actual”, para lo que anuncia su iniciativa en este campo
concreto, en esta Cuaresma con agentes del mundo económico, en Asís, en los próximos
26 al 28 de marzo.
En el
prefacio IV de Cuaresma, hay este elogio del ayuno: “Tú, que por el ayuno
corporal, refrenas nuestras pasiones, elevas nuestro espíritu, nos das fuerza y
recompensa, por Cristo Señor Nuestro”. Por la gracia del Señor, y debiendo
cumplir lo que nos pide nuestra madre la Iglesia sobre el ayuno y la
abstinencia en estos días, el ayuno material debe ser ayuda y expresión de un
ayuno más profundo a realizar. En los primeros tiempos cristianos se hacía
hincapié en “ayunar de las cosas del mundo” (Clemente de Alejandría), en no
conformarse, en no amoldarse a este mundo (Cfr.Rom 12,2).
El ayuno
profundo, radical, nos lo revela Jesús y es: ¡ayunar de uno mismo! “Si alguno
quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo” (Lc 9, 23). Esta es la
raíz donde cortar, si se quiere ir en serio con Dios y con el Evangelio. Sin
duda, debemos cortar con respecto a las ligaduras en el comer, con las cosas,
con las personas; pero mientras no se mete el hacha en nuestro “viejo yo”,
tenaz y egoísta, no se avanza en el camino del Evangelio y quedamos lejos de
una auténtica conversión, lejos de una auténtica liberación.
Cada año,
en Cuaresma, llamándonos a la conversión, la Palabra de Dios nos llama a esta
difícil operación. Este es el profundo ayuno espiritual, el ayuno del mismo yo,
el de sí mismo hecho centro y norma de mi vida, el de mí mismo ocupando el
lugar de Dios en mi propio ser, en mi vida; y a esto somos llamados para
cambiar, para ser libertados, de modo que el punto de apoyo, “la roca” de mi
vida, sobre la que estoy apoyado y centrado, sea Dios y no mi yo, sea su
voluntad y no la mía.
Cuando
estaban aún en Egipto, los hebreos pedían al Faraón: déjanos ir a celebrar una
fiesta en el desierto (Cfr. Ex. 5, 1-3); la fiesta será la Pascua. También
nosotros queremos ir al desierto para celebrar una fiesta, aquella de nuestra
liberación. En el desierto están aún las huellas del Maestro; Él nos espera al
otro lado del desierto para celebrar la Pascua de su Resurrección.
Este es
el tiempo, días santos de Cuaresma, en el que se reclutan los verdaderos
discípulos, los auténticos amigos de Jesús, llamados a subir con Él a
Jerusalén, a compartir todo con Él: la muerte y la vida, la cruz y la luz.
Que sea
esta nuestra Cuaresma; que por su misericordia la vivamos profundamente,
intensamente, para llegar con “el corazón renovado”, como nos señala el Papa en
su Mensaje, a su Pascua, Pascua de Jesús, origen y anticipo de la realización
plena de la nuestra.
Que
Nuestra Señora, Santa María, interceda por todo esto; ella que compartió como
nadie la Pasión y la Cruz, ella que supo creer y esperar en los días de la
muerte y el dolor, y que participó así, como nadie, en la alegría de la
Resurrección.
+ Jesús Murgui Soriano.
Obispo de Orihuela-Alicante
Obispo de Orihuela-Alicante
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