Cuán grande es la
benignidad del Señor, cuán abundante la riqueza de su condescendencia y de su
bondad para con nosotros, pues ha querido que, cuando nos ponemos en su
presencia para orar, lo llamemos con el nombre de Padre y seamos nosotros
llamados hijos de Dios, a imitación de Cristo, su Hijo; ninguno de nosotros se
hubiera nunca atrevido a pronunciar este nombre en la oración, si él no nos lo
hubiese permitido. Por tanto, hermanos muy amados, debemos recordar y saber
que, pues llamamos Padre a Dios, tenemos que obrar como hijos suyos, a fin de
que él se complazca en nosotros, como nosotros nos complacemos de tenerlo por
Padre.
Sea nuestra conducta cual conviene a nuestra condición
de templos de Dios, para que se vea de verdad que Dios habita en nosotros. Que
nuestras acciones no desdigan del Espíritu: hemos comenzado a ser espirituales
y celestiales y, por consiguiente, hemos de pensar y obrar cosas espirituales y
celestiales, ya que el mismo Señor Dios ha dicho: Yo honro a los que me
honran, y serán humillados los que me desprecian. Asimismo el Apóstol dice
en una de sus cartas: No os poseéis en propiedad, porque os han comprado
pagando un precio por vosotros. Por tanto, ¡glorificad a Dios con vuestro
cuerpo!
A continuación, añadimos: Santificado sea tu
nombre, no en el sentido de que Dios pueda ser santificado por nuestras
oraciones, sino en el sentido de que pedimos a Dios que su nombre sea
santificado en nosotros. Por lo demás, ¿por quién podría Dios ser santificado,
si es él mismo quien santifica? Más, como sea que él ha dicho: Sed santos,
porque yo soy santo, por esto, pedimos y rogamos que nosotros, que fuimos
santificados en el bautismo, perseveremos en esta santificación inicial. Y esto
lo pedimos cada día. Necesitamos, en efecto, de esta santificación cotidiana,
ya que todos los días delinquimos, y por esto necesitamos ser purificados
mediante esta continua y renovada santificación.
El Apóstol nos enseña en qué consiste esta
santificación que Dios se digna concedernos, cuando dice: Los inmorales,
idólatras, adúlteros, afeminados, invertidos, ladrones, codiciosos, borrachos,
difamadores o estafadores no heredarán el reino de Dios. Así erais algunos
antes. Pero os lavaron, os consagraron, os perdonaron en el nombre de nuestro
Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios. Afirma que hemos sido
consagrados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y por el Espíritu de
nuestro Dios. Lo que pedimos, pues, es que permanezca en nosotros esta
consagración o santificación y –acordándonos de que nuestro juez y Señor
conminó a aquel hombre que él había curado y vivificado a que no volviera a
pecar más, no fuera que le sucediese algo peor– no dejamos de pedir a Dios, de
día y de noche, que la santificación y vivificación que nos viene de su gracia
sea conservada en nosotros con ayuda de esta misma gracia.
(Del Tratado de san Cipriano sobre el
Padrenuestro 11-12)
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