La dramática situación que vivimos, por causa de la pandemia del COVID-19,
me apremia a dirigirme a vosotros para expresar los sentimientos de la
comunidad diocesana, que me llegan directamente, de los sacerdotes y los míos
propios.
Pasamos por un tiempo de prueba y purificación que el Señor ha permitido en
su providencia. La historia del pueblo de Dios, desde Abraham hasta hoy, está
forjada con el entramado de pruebas que han provocado, junto al sufrimiento y
la muerte, frutos de purificación, paciencia, solidaridad y caridad fraterna.
En estos días, la fragilidad y el dolor nos ha unido entre nosotros y con el
Cristo sufriente que no deja de acompañar a su pueblo y de padecer con él.
Quiero expresar en primer lugar, mi comunión y la de toda la diócesis con
aquellos que más han sufrido: los que han muerto o están en grave peligro de
fallecer, los familiares y amigos que les acompañan con cariño y profunda
compasión. La compañía en el sufrimiento es propia del cristiano, porque
responde a la compañía que Cristo ha tenido con nosotros al padecer y morir en
la cruz. Os acompañamos con nuestra plegaria y afecto sincero.
1.- También deseo expresar la gratitud y el reconocimiento de la Iglesia a
los que forman esa inmensa familia de sanitarios —investigadores, médicos,
enfermeras, auxiliares, celadores y personal de todo tipo de servicios que
forman los hospitales— que, de modo tan ejemplar, se han implicado hasta con el
riesgo de su propia salud, en la atención a los enfermos de esta pandemia. Sois
verdaderos samaritanos que, ante el sufrimiento ajeno, mostráis la capacidad
que el hombre tiene de amar y dar la vida por sus hermanos. Para cuantos
creemos en Dios, sois expresión viva de sus entrañas compasivas. Os acompañamos
con nuestra gratitud, oración y afecto. Soy consciente de que necesitáis en
muchos momentos ayuda y consuelo espiritual. Quisiéramos estar físicamente a
vuestro lado. No es posible. Pero estamos con vosotros y junto a vosotros, no
sólo con el aplauso diario, sino desde la comunión que Cristo ha establecido
entre todos los hombres.
Mi pensamiento alcanza también a las fuerzas de seguridad del Estado,
policías, militares, guardias civiles, que, como servidores públicos, trabajan
para que los ciudadanos seamos responsables en el cumplimiento de las
disposiciones dictadas por las autoridades competentes. Hoy mismo me comentaban
que en el santuario de la Fuencisla, donde el Santísimo Sacramento es expuesto
a la adoración, entran policías y guardias a rezar y volver a sus diversos
trabajos. Que la Virgen, nuestra Patrona, os acompañe y sostenga sin
desfallecer en vuestro servicio público imprescindible. ¡Gracias por vuestra
entrega generosa!
No quiero olvidar a tantas personas, agentes de pastoral y seglares,
creyentes o no, que ayudan a personas imposibilitadas en sus necesidades
ordinarias y a cuantos consuelan a los que sufren por los medios telemáticos
modernos.
Aunque he dejado para el final a los sacerdotes, no son los últimos en su
generoso servicio a los demás. Algunos de ellos en Segovia están contagiados.
En Italia se ha dado la cifra de 51 muertos. Quiere decir que, como ministros
del Señor, no abandonan a su rebaño en momentos difíciles, sino que lo
acompañan con diversas iniciativas y con la eucaristía que cada día se ofrece
por los fieles, aunque la celebren solos. La eucaristía es el centro de la vida
de la Iglesia y en ella nos encontramos unidos con una intensidad que ni
siquiera sospechamos. Hermanos sacerdotes, dad gracias a Dios por vuestro
ministerio.
2.
Muchos se han preguntado durante estos
días sobre el sentido de esta pandemia y cómo podemos crecer en nuestra
humanidad desde una situación que hace patente el límite mismo de la condición
humana: la enfermedad y la muerte. Hay lecciones que se aprenden enseguida,
apenas alcanzamos el uso de razón: somos frágiles, mortales. Carecemos de la
capacidad de vencer, con nuestras propias fuerzas, el límite que nos aproxima a
la muerte. Quizás entendemos mejor ahora el rito que inaugura la Cuaresma: la
imposición de la ceniza con sus certeras palabras: acuérdate de que eres polvo
y al polvo volverás. La cultura actual, con su crecida y vana autosuficiencia,
nos ha hecho olvidar lo que los grandes filósofos siempre han considerado: el
hombre es la caña más frágil del universo. Memento mori. No
somos dioses y es locura creer que lo somos. Es de sabios asumir la fragilidad
de la que habla la Escritura: «Toda carne es como hierba y todo su esplendor
como flor de hierba: se agosta la hierba y la flor se cae» (1 Pe 1,24).
Ganaríamos en sabiduría si aprendiéramos esta lección y orientáramos nuestra
vida desde actitudes y principios morales que no tengan sólo en cuenta la
llamada «sociedad del bienestar», sino la «sociedad del espíritu», ése que
cuando se escarba un poco en el hombre, acosado por su límite, florece casi
espontáneamente. Como ha dicho un extraordinario poeta mejicano, que fundó un
hogar para huérfanos, «soy más que todo esto/ que cabe en la clausura de la
piel».
Acompañemos, pues, al hombre en su dolor, ese hombre doliente del que trata V. Frankl en sus
escritos humanísticos, pero que nuestra compañía le abra al horizonte que
trasciende su fragilidad: el del mundo del espíritu abierto a perspectivas de
plena humanidad y de vida eterna. Seamos humildes ante la constatación de la
impotencia. Podremos vencer al virus, en efecto, pero jamás venceremos el miedo
que nos inculca nuestra condición mortal si no hacemos germinar la semilla de
inmortalidad que Dios ha puesto en nuestra carne humilde.
3. Con esta carta quiero, como si fuera un pregón, recordaros que en breve
celebraremos la semana santa en la que Cristo aparece como Siervo sufriente de
Dios cargando con nuestras enfermedades y dolencias —físicas y espirituales— y
venciendo la muerte con su resurrección. Será una semana santa muy atípica, sin
casi fieles, privada de su solemnidad, reducida a lo más esencial: el amor
ofrecido de Cristo en la eucaristía, en la cruz y en la vida resucitada. Pero
en medio de esta sobriedad quedará intacto su misterio como una flor que brota
en el desierto, como un manantial en tierra seca capaz de convertir el desierto
en un vergel. Todo es esperanza. Por eso, os invito a vivir estos días como el
Señor propone. Seguramente nos servirá para entender mejor su anonadamiento, su
morir fuera de la ciudad santa de Jerusalén, como un desposeído de su regia
ciudadanía, como si fuera un malhechor, un apestado. Aprendamos qué significa
vivir hacia dentro de nosotros mismos y hacia dentro de nuestros hogares. Os
invito a «celebrar» la semana santa en la «pequeña iglesia» que es vuestra
casa. Los padres sois sacerdotes de vuestros hijos. Los mayores sois la rica
tradición de nuestro pueblo. Ejerced vuestra veteranía y convocad a la familia
en torno a la mesa. Permitidme estas sugerencias:
+ El jueves santo, a
la hora de comer, poned en la mesa un pan y una copa de vino, recordando la
Cena del Señor. Leed algún pasaje evangélico (el lavatorio de los pies de Juan
13; o la institución de la eucaristía que nos trasmite san Pablo en 1 Corintios
11, 23-34. Y rezad unidos el Padrenuestro dando gracias a Dios por la
eucaristía, el sacerdocio y el amor fraterno. Es muy sencillo, ¿verdad?.
+ El viernes santo,
si tenéis un crucifico, ponedlo en un sitio importante de la casa. Y, cuando
paséis junto a él, miradlo con fe —sobre todo a las tres de la tarde, hora de
su muerte— besadlo con devoción y dadle gracias porque ha muerto por vosotros.
Sed agradecidos con quien se puso en nuestro lugar padeciendo la muerte. Leed
algún pasaje de su pasión o el sencillo relato de su muerte y guardad un
momento de silencio, como esos que acostumbramos a hacer cuando ocurre una
tragedia ¿No os conmueve este regalo inmerecido?.
+ El sábado santo,
por la noche, encended una vela, como hacemos cuando nos quedamos sin luz
eléctrica. Que os ilumine tembloroso ese cirio que ahuyenta la oscuridad. Somos
cristianos, hijos de la Luz, Cristo es nuestra luz porque ha resucitado y ha
vencido la muerte. Si os atrevéis, cantad el aleluya, porque es la Pascua del
Señor, su paso por nuestras vidas.
Podéis pedir también a vuestros párrocos las sugerencias que nos llegan de
la Conferencia Episcopal en este tiempo en que la liturgia ha quedado tan
restringida. El Papa Francisco, además, nos ha regalado el don de la
indulgencia plenaria que podemos alcanzar —enfermos, familiares, personal
sanitario y cuantos no puedan asistir físicamente a la liturgia— participando a
través de los medios de comunicación en alguna celebración, leyendo la Palabra
de Dios o recitando —con un corazón convertido que rechaza el pecado— las
oraciones clásicas (Credo, Padrenuestro, Salve o Avemaría). Con este gesto, el
Papa quiere expresar que Dios nos abraza con su misericordia y nos otorga el
perdón. Cuando acabe el confinamiento podremos confesar y comulgar haciendo
efectiva sacramentalmente la gracia de su misericordia.
4. Hace días comunicaba oficialmente que la misa crismal ha sido aplazada. La
Santa Sede ha dado facultad a los obispos para celebrarla en un día que sea
posible reunir a la comunidad diocesana. Como sabéis, en esa misa se consagra
el santo crisma, se bendicen los óleos de catecúmenos y enfermos y los
sacerdotes renuevan sus compromisos sacerdotales. La importancia y significado
de esta misa es tan grande que me ha parecido conveniente, en bien de toda la
diócesis, trasladarla a la fecha que se comunicará una vez terminado el estado
de alarma y el confinamiento. Será así una ocasión providencial para dar
gracias a Dios por haber terminado este tiempo de prueba y celebrar con gozo la
comunión diocesana. En esta misa, que rompe la austeridad cuaresmal y se
celebra —si se puede— el jueves santo por la mañana, la comunidad cristiana
desborda de gozo al festejar la gracia de los sacramentos, conferidos mediante
el crisma y el óleo santo, y al unirse con los sacerdotes que renuevan sus
compromisos de fidelidad a Cristo y a la Iglesia. No he querido celebrar tanta
alegría en la soledad de la catedral sin la presencia de los presbíteros y del
pueblo santo de Dios. Quiero que esta celebración nos convoque a todos, como
pueblo santo que somos, para proclamar que, pasada la tribulación, Dios ha
estado grande con nosotros y nos permite recuperar la alegría empañada por esta
prueba cantando la victoria de Cristo sobre la muerte. El es el Viviente, el
Primogénito de entre los muertos, el que enciende la esperanza en los hombres
como hizo un día con los discípulos de Emaús.
Hermanos todos, sentíos acompañados por vuestro obispo. En cada eucaristía
os tengo presentes y rezo especialmente por los enfermos y sus familias. Rezo
con profundo dolor por quienes enterráis a vuestros seres queridos sin poder
hacer el duelo que deseáis, y también por los ancianos de las residencias que
teméis al contagio. ¡No temáis, desechad todo pensamiento que os agobie! Que el
Señor os proteja de toda tribulación y María, nuestra madre piadosa, cuide de
vuestras casas como cuidó la suya de Nazaret.
Con mi afecto y bendición,
+ César A. Franco Martínez
Obispo de Segovia
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