Hay una frase en el evangelio de este domingo, que esconde el secreto
de la vida humana, y, por supuesto, de la divina, dado que el hombre ha
sido creado a imagen de Dios. Dice Jesús: «Por esto me ama mi Padre, porque
yo entrego mi vida para poder recuperarla» (Jn 10,17). Jesús se refiere
a su muerte y a su resurrección, momento en que recupera la vida. El
Padre le ama por su entrega generosa a la muerte que le convierte en
el Buen Pastor de su pueblo.
De las palabras de Jesús se puede deducir que sólo quien entrega la
vida la recupera. Y no de cualquier manera. Cuando Jesús recupera la
vida perdida por la muerte, la recupera de modo insospechable: venciendo
la muerte de toda la humanidad. No sólo recupera la vida para sí mismo
sino para toda la humanidad. La fecundidad de su amor alcanza a todos
los hombres que pasen por este mundo.
El signo del
amor es dar la vida por los demás. El amor no necesita explicación. Hace
poco tiempo, todos quedábamos rendidos ante el gesto del policía francés,
Arnaud Beltrame, que murió al intercambiarse con un rehén en un ataque
terrorista. Salvó la vida de una mujer y «recuperó» la suya, si nos atenemos
a las palabras de Jesús, porque quien ama salva su vida.
El hombre, sin embargo, padece en general la tendencia contraria.
Vive de modo asalariado, es decir, huye cuando ve que el lobo viene a arrebatarle
las ovejas. Piensa primero en salvarse a sí mismo. A medida que cumplimos
años, hay un instinto natural de recuperar lo que llamamos el tiempo
perdido. Tantas cosas hemos dejado de hacer por habernos dedicado
a nuestra vocación, profesión, familia, etc. Es frecuente querer recuperar
la vida, pero en un sentido diferente: Nos parece que merecemos un
descanso, una satisfacción por lo que hemos hecho, y queremos recuperar
el tiempo perdido, como si todo lo realizado por los demás (y por Dios)
estuviera perdido. Miramos hacia delante,
sabiendo que cada vez nos queda menos tiempo de vida, pero lo hacemos
lanzando la mirada hacia atrás con la nostalgia de lo perdido. Entonces,
la vida se centra en uno mismo, en un intento obsesivo por vivir lo que
no que se ha podido hacer. El corazón, decía san Agustín, se curva sobre
sí mismo. El hombre se sitúa en el centro de sus intereses.
Las grandes
crisis de la vida tienen que ver con esta perspectiva equivocada de lo
que significa vivir y recuperar la vida. Cuando se vive de verdad, nunca
se pierde nada. Siempre se gana porque la vida trascurre en la dinámica
del amor, de la entrega de sí, del olvido de uno mismo. Es la condición
que pone Jesús para seguirle: olvidarse de sí mismo. Por el contrario,
cuando se vive para uno mismo, perdemos la vida porque nuestras posibilidades
de amar quedan cegadas, resultan estériles. Humanamente hablando,
la vida de Jesús parece un fracaso: murió en una tremenda soledad,
abandonado de los suyos y considerado como un maldito colgado del
madero. Se perdió a sí mismo para ganarse. Y el Padre mostró su amor hacia
él resucitándolo de entre los muertos.
Recuperar la vida en sentido cristiano quiere decir que siempre la
vivimos desde la perspectiva del amor situando a Dios y a los hombres
en el centro de nuestros intereses. Nada de lo que vivimos por amor es
tiempo perdido que necesitamos recuperar en un determinado momento
de la vida para ser felices y cumplir sueños no realizados. Hay que huir
siempre de mirar hacia atrás con afán de recuperar lo perdido, a no ser
que eso que llamamos perdido sean
las ocasiones que hemos dejado pasar, consciente o inconscientemente,
para manifestar nuestro amor a quienes en el camino han suplicado nuestra
ayuda. Eso siempre podemos recuperarlo mediante la expiación.
+ César Franco
Obispo de Segovia
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