Desde León, Guanajuato, en México, donde he venido a dirigir una
tanda de ejercicios espirituales a la comunidad de las Esclavas de
la Santísima Eucaristía y de la Madre de Dios, me gustaría invitaros
a todos los hijos del Alto Aragón a que «encendieseis vuestra sonrisa»
para que se perpetuase en cada uno, durante todo el año, la resurrección de Cristo.
Él sigue vivo. No es un fantasma. Y cuenta contigo para humanizar-divinizar
el entorno en el que vives. Así lo han testificado durante siglos tantos
hombres y mujeres de nuestros pueblos. Ellos nos dejaron como herencia
su fe. El mayor de los regalos posibles. La fe no te exime de las contrariedades
o sufrimientos que la vida nos depara. Simplemente nos permite verlos
con la mirada de Dios y encontrar su verdadero sentido. La fe nos ayuda
a descubrir esa dimensión de trascendencia que se halla en el corazón
de cada persona. Haz la prueba. Actívala y vivirás en plenitud.
Así lo expresaba
también Luis Gil al concluir la procesión del santo entierro, en la plaza
del mercado de Barbastro, quien acompañado de su esposa Sol González,
nos retaba a los cristianos a no convertirnos SOLO en espectadores
de un hermoso cuadro histórico… sino en partícipes del plan de Dios
para la salvación de todos los hombres. Lo que más le IMPACTÓ, nos confesaba,
era saber que en todo el mundo se estaba celebrando este mismo MISTERIO
de redención y que millones de personas estábamos participando del
mismo sentir. En esta emblemática plaza, concluía, nos hemos reunido,
al igual que hicieran nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros antepasados
para celebrar el mismo acontecimiento de GRACIA. Los laicos, que somos
mayoría en la Iglesia, tenemos que estar «en primera línea»… Cristo,
que murió por ti y por mí, vive, es real, sigue transformando la vida de
las personas, está esperando que tomemos una decisión para que junto
a Él cambiemos el mundo.
No tengáis miedo.
No os resistáis, como muchos, a constatar la evidencia, a creer lo que
están viendo vuestros ojos. Para quien no cree, mil argumentos no llegarán
nunca a constituir una certeza. Para quienes tenemos la suerte de
creer, de haber sido agraciados con este don inmerecido, todo nos habla
de Dios y de su amor misericordioso.
Jesús resucitado mostró
a las mujeres y a sus discípulos los estigmas, señal inequívoca de
que era el crucificado. En un primer momento tampoco los discípulos
lo reconocieron. El encuentro personal con el Señor fue el que les llevó
a reconocer que era el mismo Jesús de Nazaret, su Maestro, el que murió en
una cruz y que ahora vivía en sus corazones.
Ante la perplejidad
de los discípulos por la aparición de Cristo resucitado vemos que su
fe se sitúa entre la duda y la entrega confiada, y que está compuesta
de riesgo y de seguridad al mismo tiempo. Para nosotros hoy la fe en
Cristo y en Dios, por una parte, es seguridad y, por otra, es riesgo,
compensado con la certeza absoluta de que un día llegará lo que esperamos,
nuestra plena liberación.
Con la aparición
de hoy Cristo Jesús aporta una base para la fe de sus discípulos, que
es fruto de nuestra experiencia pascual y de nuestro encuentro en profundidad
con Él, lo cual nos da una seguridad absoluta que condicionará toda nuestra vida.
Creer es también «razonable»
aunque no se llegue a la fe por deducciones lógicas, sino por la entrega,
por la confianza, por el encuentro personal y por la aceptación de Dios
a través de su Palabra. La fe no es algo irracional, ya que estaría en
contradicción con la estructura humana de seres racionales. La fe
no es ciertamente fruto del raciocinio ni una conclusión evidente de
una demostración; pero es una actitud «razonable», libre y, en definitiva,
don personal de Dios. Aunque no se basa en seguridades palpables, la
fe no es absurda ni ciega ni fanatismo visceral. El que cree en Dios
sabe de quién se fía y renuncia a los propios proyectos para asumir como
suyos los planes de Dios, al igual que hiciera Cristo.
Creer es vivir
toda nuestra vida con espíritu pascual, es decir, como resurrección
perenne y nacimiento constante a la vida nueva de Dios; y es atreverse,
como los apóstoles y los primeros creyentes, a convertirnos radicalmente
cambiando el rumbo de nuestra vida y dando razón de nuestra esperanza
a pesar de la duda y del egoísmo, de la injusticia y el desamor, de la vulgaridad
y de la muerte. Porque la conversión, como el creer, es tarea de todo tiempo, incluido el tiempo pascual.
Con mi afecto y bendición,
+ Ángel Pérez Pueyo
Obispo de Barbastro-Monzón
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