¿Recuerdan aquella imagen del Papa Juan Pablo
II literalmente desplomado sobre la losa del Santo Sepulcro en su
viaje a Jerusalén el año 2000? Los que hemos estado allí en la soledad
de la “Anastasis” hemos sentido algo parecido: una oración concentrada
y estremecida. La resurrección de Jesús es el núcleo de nuestra fe.
En ella descansa toda la arquitectura de nuestra salvación. Creemos
precisamente en el Dios que resucitó a Jesucristo, y adoramos a
Cristo porque en la resurrección fue constituido en su carne “Señor
de cielo y tierra”. Esperamos la vida eterna porque su resurrección
es el origen de la nuestra. De modo que un cristianismo sin resurrección,
o con la esperanza de la resurrección debilitada por las brumas de
la duda, no es la fe cristiana que trajo Jesús, ni el de la Iglesia católica,
ni el de los mártires, o los misioneros, ni el cristianismo que nos dejaron nuestros padres.
Ser cristiano es vivir con el corazón puesto en los bienes de la resurrección,
vivir en este mundo sin ser de este mundo, querer y tratar las cosas con
sabiduría, como aquel o aquella que vive un poco metido en la vida eterna.
La fe y la esperanza en la resurrección es un ingrediente necesario
para la plenitud de la vida humana. Y sin esta esperanza no hay plena
libertad ni podemos llegar a reconciliarnos del todo con Dios ni
con nosotros mismos.
Nuestro mundo, nuestra cultura, nuestras formas de vida más actuales y están precisamente enfermas por falta de
esta esperanza. Pero nuestro mundo parece “feliz”, encantado de la
vida, anclado aquí en la representación de este mundo; el inconveniente
es que la “representación de este mundo se termina” (1 Cor 7,31). En la
ausencia del “otro mundo” no hay más remedio que entregarse a las cosas
caducas de “este mundo”, por supuesto, con las inevitables consecuencias
de toda idolatría: ambiciones, angustias, sometimientos, decepciones,
rivalidades, injusticias, conflictos y desesperanzas.
Pienso sinceramente
que se equivocan los que piensan que Jesucristo quedó muerto en el camino
de la historia. Ni quedó muerto Él, ni está muerta la Iglesia, ni lo está
la fe de los cristianos. Por el contrario, Jesús resucitado es el futuro,
el único futuro humano que existe de verdad delante de nosotros, nuestro
propio futuro. ¿Qué futuro y qué progreso se puede construir desde el
olvido del verdadero futuro y la idolatría de nuestras propias obras?
Los cristianos
sabemos que Jesús está vivo, junto a Dios Padre, pero en el corazón del
mundo, de nuestro mundo, como fuente de esperanza y de plena humanidad
justificada, santificada, salvada de la injusticia y del poder de
la muerte, libre para la vida verdadera, en la verdad y en la vida, por
los siglos de los siglos. Y de este modo, Cristo es la misericordia de
Dios, como nos recuerda este segundo domingo de Pascua, porque no puede
negarse a sí mismo y se nos ofrece para el perdón y la reconciliación
de los hombres con Dios y entre nosotros.
Estamos en
Pascua, hermanos cristianos. No calléis esta fe en la resurrección. No
debilitéis esta esperanza. No renunciéis a esta vida. En este mundo
bueno, porque así lo hizo Dios, pero también lleno de idolatrías y esclavitudes
inesperadas, los cristianos tenemos que ser testigos de la verdadera
libertad. Es la libertad de los hijos de Dios, los que son libres interiormente
para vivir en la verdad y en el bien, viviendo ante Dios una vida justa e
inmortal. Contra esto no hay barreras.
Os invito,
hermanos, a anunciar este mensaje lleno de fuerza: Cristo ha resucitado,
Él va delante, para que nos atrevamos a hacer brillar en nuestra vida y
en nuestro mundo la vida nueva que nos viene de la Resurrección de Jesús,
en la que ya participamos por la vida resucitada de Cristo que recibimos
en el Bautismo, cuya renovación hemos hecho en la gran Vigilia Pascual.
Ningún tiempo más luminoso que el de Pascua florida, para gozar de la
amistad de Dios, de su conocimiento y de su amor. Tenemos que ser verdaderos
“testigos de estas cosas”, de esta felicidad. “Es verdad, ha resucitado
el Señor y se ha aparecido a Simón Pedro” (Lc 24,34): el Señor resucitado
está con nosotros.
+Braulio Rodríguez Plaza,
Arzobispo de Toledo
Primado de España
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