El testimonio
apostólico
El Evangelio del domingo pasado terminaba
proclamando bienaventurados a los que creen sin haber visto. Este es el caso de
la gran mayoría de cristianos. Y es nuestro caso. Creemos porque hemos aceptado
el mensaje evangélico que ha llegado a nosotros por mediaciones humanas:
nuestros padres, catequistas, amigos… Y además, porque el Espíritu nos ha
abierto a este mensaje. Este es el camino normal de la fe que Dios ha
establecido, continuación de la actuación del Hijo de Dios que nos transmitió
el mensaje del Padre en forma encarnada, renunciando a modos divinos (cf. Flp
2,6-7), respetando así la libre decisión humana.
En este tiempo de Pascua la Iglesia nos
invita a agradecer el don de la fe en la resurrección y a profundizar en su
contenido y motivaciones.
Pero ¿por qué creemos? ¿Quién lo ha visto?
¿Por qué lo sabemos? Creemos fundamentalmente por dos motivos, uno histórico y
otro religioso: el testimonio apostólico, que ha llegado a nosotros a través de
la Iglesia representada en las personas concretas que nos lo han transmitido, y
la acción del Espíritu Santo en nuestros corazones.
El testimonio apostólico es todo lo que nos
han dicho los apóstoles y otros compañeros de Jesús que afirmaron que el
Crucificado ha resucitado, se les ha aparecido y les ha ordenado darlo a
conocer a todo el mundo. Cristo resucitado los ha convertido en testigos que
deben dar testimonio (Evangelio). “Testigo” es una persona que ha visto y oído
algo. Los apóstoles afirman que han visto y oído a Jesús resucitado, que
durante un período preciso se les apareció de forma especial (Hch 1,3).
Pero ¿es fiable lo que dicen? ¿Se impone
necesariamente este testimonio? No estamos aquí en terreno de certezas
matemáticas, sino de fiabilidad histórica, que hacen razonable nuestra fe. De
hecho, según se nos recuerda en estos días en las lecturas de Hechos de los
Apóstoles, unos los creían, otros no, otros quedaban desconcertados:
“considerando (los sanedritas) la libertad de Pedro y Juan al hablar, y
enterados de que eran hombres sin letras y gente vulgar, se maravillaban, y
reconocían que eran de los que andaban con Jesús, y como veían que estaba con
ellos el hombre que había sido curado, no tenían nada que oponer” (Hch
4,13-14). Los primeros testigos fueron personas coherentes que acompañaban su
anuncio con obras de bien que lo confirmaban. Por eso leemos en Hechos: ”Por la
mano de los apóstoles se obraban en el pueblo muchos milagros y prodigios; se
reunían todos los creyentes en el Pórtico de Salomón; los demás no se unían,
pero los respetaban y hablaban bien…” (5,12-13). Es decir, unos aceptaban el
testimonio, otros no, pero no tenían motivo para hablar mal a causa de las
buenas obras que realizaban.
Y es
que el testimonio no basta, pues no se impone matemáticamente, sino que deja libre
la decisión de la persona. Es necesaria la aceptación libre de la persona y
esto es obra de su colaboración con el Espíritu Santo. El Espíritu obra en el
corazón e invita a todos, pero no conocemos los secretos de cada corazón y por
qué unos aceptan y otros no.
Los aquí reunidos somos creyentes, hemos
aceptado el regalo de la fe. Esto es un don y una tarea. Don que hay que
agradecer con humildad y que implica una doble tarea: conocer mejor la fe y
darla a conocer a los demás. Conocer mejor la fe, como los primeros cristianos
que “perseveraban en la doctrina de los apóstoles” (Hch 2,42). El testimonio
apostólico es la base de nuestra fe y hay que conocerlo fielmente,
actualizándolo sin falsearlo. Jesús ha confiado a su Iglesia que lo custodie,
defienda y transmita fielmente. Conocer la resurrección y todo lo que significa
es importante para el cristiano, pues es el corazón de su fe.
Por otra parte, hay que transmitirlo, pero
como “testigos”, como personas que creen y viven todo lo que transmiten. Así ha
llegado hasta nosotros el testimonio apostólico y así debe llegar a las futuras
generaciones.
En
cada celebración de la Eucaristía se proclama la fe y se hace sacramentalmente
presente su contenido. La liturgia de la palabra es a la liturgia sacrificial
como un cuadro al pie del cuadro. Ambos se explican y completan mutuamente Por
eso participar la Eucaristía debe convertirnos en testigos con la ayuda del
Espíritu Santo. En ella “vemos y oímos” al Resucitado.
Dr.
Antonio Rodríguez Carmona
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