La resurrección de
Jesús y sus dones, fruto de la divina misericordia
Tradicionalmente
el evangelio de este domingo, llamado in
albis, tiene en cuenta las circunstancias del momento, a los ocho días, que coincide con el día en que los recién
bautizados deponían las túnicas blancas que les impusieron el día del bautismo
y llevaron toda la semana. Con esto se quiere significar que ha terminado el
tiempo de fiesta especial y comienza la vida ordinaria, en la que hay que vivir
la fe pascual. Esta vida está evocada en las dos primeras lecturas: la primera
nos recuerda el modo de vivir de los primeros cristianos como modelo a seguir,
la segunda invita a la alegría, recordando la grandeza de la vida nueva que
hemos recibido: Alegraos de ello, aunque
de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas.
Esta
misma lectura alaba a Dios Padre, que en
su gran misericordia nos regeneró mediante la resurrección de Jesucristo. A esta alabanza hace eco el salmo
responsorial, que invita a Dar gracias al Señor porque es bueno, porque es
eterna su misericordia. Por ello los
últimos papas nos invitan a ver todo esto como fruto de la misericordia de
Dios.
Existe
la misericordia como sentimiento humano, en general bien aceptado como positivo
por la conciencia general, pero es un sentimiento que tiene un límite: exige
correspondencia. Si esta falta, desaparece la misericordia. Aquí, donde termina
la misericordia humana, comienza la misericordia divina, que ama al que no se
lo merece. Por eso en la Biblia se presenta como un atributo divino: Dios
perdona y da la vida al que no se lo merece. Esto implica un amor que, por una
parte, tiene que ser fuerte, a prueba
de traición, y, por otra, tierno,
capaz de sentir y solidarizarse con el necesitado. Esta doble característica se
suele resumir diciendo que la misericordia es un amor que sintoniza con el necesitado y hace
todo lo que puede por ayudar. Sintonizar es fundamental, pues, en la
necesidad lo primero que exigimos es que se nos comprenda en nuestra situación
concreta, es decir, que sintonicen
con nuestra situación y sentimientos; por otra parte, es necesario que el que
nos comprende haga todo lo que puede para ayudarnos. Quizás no resuelva el
caso, pero nos contentamos con la sintonía y el esfuerzo por hacer lo que
puede. Misericordia es el amor que nos ayuda desde dentro, compartiendo nuestra necesidad. En este contexto rechazamos como no auténtico la ayuda paternalista,
que ayuda desde arriba, y la ayuda
fría y profesional que ayuda desde fuera
y para salir del paso.
Jesús,
muriendo y resucitando, se ha convertido en la personificación de la
misericordia divina. Nos ayuda desde
dentro, compartiendo nuestra condición humana en todo, menos en el pecado;
más aún, hizo suya nuestra necesidad, tomando sobre sí el pecado del mundo y
destruyéndolo en su persona. Para ello hizo todo lo que pudo, dio su vida por
nosotros. No pudo hacer más. Por eso nos comprende a los que ahora nos
encontramos con problemas, pues él “fue
probado en todo como nosotros menos en el pecado. Acerquémonos, pues, con
segura confianza al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallemos
gracia en orden a ser socorridos en el tiempo oportuno” (Heb. 4,15-16).
Fruto
de su misericordia eficaz son los numerosos frutos de su resurrección que hoy
nos recuerda la liturgia: el Espíritu, la fe, la paz, la alegría, la misión,
distintos dones que la liturgia nos irá desgranando poco a poco.
En
la celebración de la Eucaristía actúa nuestro Pontífice misericordioso, el que
nos comprende e invita a una íntima comunión con él, y el que nos ayuda
eficazmente con sus dones: ahora nos ofrece su Espíritu, su alegría, su paz,
fortifica la fe y nos envía en misión para ser testigos de su resurrección,
especialmente ejerciendo la misericordia como Jesús.
Dr.
Antonio Rodríguez Carmona
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