Veremos a Dios:
somos partícipes de la naturaleza divina
El
tiempo de Pascua invita a profundizar en lo que significa e implica la
resurrección de Jesús, fundamento de la vida cristiana. Las lecturas de hoy
recuerdan que la resurrección constituye a Jesús en único salvador (primera
lectura), que su salvación consiste en transformar nuestra humanidad (segunda
lectura) y que todo esto lo hace como Buen Pastor, que da su vida para
compartirla con nosotros (Evangelio).
La
resurrección de la humanidad de Jesús implica la glorificación de la naturaleza
humana que él comparte con nosotros. Jesús nos ha conseguido que todos
nosotros, unidos a él, podamos ser hijos de Dios y compartir la naturaleza
divina: nos ha divinizado.
La Biblia presenta
al hombre como carne, que significa
limitación, debilidad y, como tal, lejanía de Dios, fuente del bien, de la
verdad, de la perfección, de la felicidad y de la alegría. Pero no sólo esto, es carne pecadora, culpablemente débil y alejada de Dios. A pesar
de esta debilidad y lejanía, el hombre tiene hambre de felicidad infinita y
ésta lo mueve a buscarla por todas partes. Es como el hijo menor de la parábola
del hijo pródigo, que buscando felicidad va a un país lejano, probando todo
tipo de felicidad y comprobando al final que no la encuentra y que ha quedado a
la altura de los cerdos. Vive en una situación en que desea hacer el bien y es
el mal lo que hace (Rom 7,15-23).
¿Cómo superar esta limitación e imposibilidad
de llegar a Dios, fuente de la felicidad? Si Dios es amor, el camino para
llegar a él es el amor: Pero por su debilidad moral el hombre es incapaz de
recorrer este camino. Aquí interviene el Hijo de Dios, que se hace hombre para
poder actuar en nombre de los hombres y conseguirnos este acceso. Su vida fue
una vida consagrada al amor, murió por amor y llegó a Dios, llevando consigo la
humanidad que representaba. Cristo ha muerto y resucitado a favor de todos los hombres. Unidos a él, tenemos acceso a Dios y
con ello a la felicidad. Por eso Jesús es el único salvador (primera lectura),
la piedra angular, que desecharon los arquitectos (salmo responsorial).
Celebrar la resurrección es celebrar que en Cristo podemos superar nuestra
limitación y llegar a Dios.
Por
la fe y el bautismo nos hemos unidos a Jesús, y se nos ha regalado el ser hijos
de Dios, participes de la naturaleza divina. Esto es un don que tenemos que valorar y agradecer. La segunda lectura nos
recuerda que este don lo vivimos ahora en la oscuridad de la fe, pero que es real,
como se verá en el momento de nuestra llegada a la casa del Padre en que veremos a Dios tal cual es, lo que
implica que ya tenemos esos ojos nuevos, capaces de ver a Dios y que ya
participamos de su naturaleza divina.
Pero es también una
tarea que tenemos que desarrollar,
trabajando para que la nueva naturaleza de hijo de Dios sea la que se
manifieste en todos los actos de nuestra vida, de forma que la nueva naturaleza
vaya transformando nuestra carne débil. Y como Dios es amor y su naturaleza es
amor absoluto, trabajar en la tarea de transformarnos consiste en crecer en el
amor concreto en cada circunstancia de nuestra vida. Dos personas solo pueden
mirarse a los ojos cuando no hay nada negativo entre ellos, cuando todo es
amor. Así este mirarse mutuo es expresión de amor mutuo. Crecer como hijos de
Dios es limpiar los ojos para poder mirar a todos con amor. Esto nos capacitará
para que, al final, podamos mirar también a Dios cara a cara.
En
cada celebración de la Eucaristía se hace presente el Buen Pastor, que continúa
dando su vida, cuidándonos y alimentándonos en la tarea de crecer en el amor,
en la tarea de limpiar nuestros ojos. En ella debemos agradecer el ser
partícipes de su naturaleza de Hijo de Dios.
Dr. Antonio Rodríguez Carmona
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