MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA 55 JORNADA MUNDIAL
DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES
PARA LA 55 JORNADA MUNDIAL
DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES
Escuchar,
discernir, vivir la llamada del Señor
Queridos hermanos y hermanas:
El próximo mes de octubre se celebrará
la XV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que estará dedicada
a los jóvenes, en particular a la relación entre los jóvenes, la fe y la
vocación. En dicha ocasión tendremos la oportunidad de profundizar sobre cómo
la llamada a la alegría que Dios nos dirige es el centro de nuestra vida y cómo
esto es el «proyecto de Dios para los hombres y mujeres de todo tiempo» (Sínodo
de los Obispos, XV Asamblea General Ordinaria, Los
jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional, introducción).
Esta es la buena noticia, que la 55ª
Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones nos anuncia nuevamente con
fuerza: no vivimos inmersos en la casualidad, ni somos arrastrados por una serie
de acontecimientos desordenados, sino que nuestra vida y nuestra presencia en
el mundo son fruto de una vocación divina.
También en estos tiempos inquietos en
que vivimos, el misterio de la Encarnación nos recuerda que Dios siempre nos
sale al encuentro y es el Dios-con-nosotros, que pasa por los caminos a veces
polvorientos de nuestra vida y, conociendo nuestra ardiente nostalgia de amor y
felicidad, nos llama a la alegría. En la diversidad y la especificidad de cada
vocación, personal y eclesial, se necesita escuchar, discernir y vivir esta
palabra que nos llama desde lo alto y que, a la vez que nos permite hacer
fructificar nuestros talentos, nos hace también instrumentos de salvación en el
mundo y nos orienta a la plena felicidad.
Estos tres aspectos —escucha, discernimiento y vida—
encuadran también el comienzo de la misión de Jesús, quien, después de los días
de oración y de lucha en el desierto, va a su sinagoga de Nazaret, y allí se
pone a la escucha de la Palabra, discierne el contenido de la misión que el
Padre le ha confiado y anuncia que ha venido a realizarla «hoy» (cf. Lc 4,16-21).
Escuchar
La llamada del Señor —cabe decir— no
es tan evidente como todo aquello que podemos oír, ver o tocar en nuestra
experiencia cotidiana. Dios viene de modo silencioso y discreto, sin imponerse
a nuestra libertad. Así puede ocurrir que su voz quede silenciada por las
numerosas preocupaciones y tensiones que llenan nuestra mente y nuestro
corazón.
Es necesario entonces prepararse para
escuchar con profundidad su Palabra y la vida, prestar atención a los detalles
de nuestra vida diaria, aprender a leer los acontecimientos con los ojos de la
fe, y mantenerse abiertos a las sorpresas del Espíritu.
Si permanecemos encerrados en nosotros
mismos, en nuestras costumbres y en la apatía de quien desperdicia su vida en
el círculo restringido del propio yo, no podremos descubrir la llamada especial
y personal que Dios ha pensado para nosotros, perderemos la oportunidad de
soñar a lo grande y de convertirnos en protagonistas de la historia única y
original que Dios quiere escribir con nosotros.
También Jesús fue llamado y enviado;
para ello tuvo que, en silencio, escuchar y leer la Palabra en la sinagoga y
así, con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, pudo descubrir plenamente su
significado, referido a su propia persona y a la historia del pueblo de Israel.
Esta actitud es hoy cada vez más
difícil, inmersos como estamos en una sociedad ruidosa, en el delirio de la
abundancia de estímulos y de información que llenan nuestras jornadas. Al ruido
exterior, que a veces domina nuestras ciudades y nuestros barrios, corresponde
a menudo una dispersión y confusión interior, que no nos permite detenernos,
saborear el gusto de la contemplación, reflexionar con serenidad sobre los
acontecimientos de nuestra vida y llevar a cabo un fecundo discernimiento,
confiados en el diligente designio de Dios para nosotros.
Como sabemos, el Reino de Dios llega
sin hacer ruido y sin llamar la atención (cf. Lc 17,21), y
sólo podemos percibir sus signos cuando, al igual que el profeta Elías, sabemos
entrar en las profundidades de nuestro espíritu, dejando que se abra al
imperceptible soplo de la brisa divina (cf. 1 R 19,11-13).
Discernir
Jesús, leyendo en la sinagoga de
Nazaret el pasaje del profeta Isaías, discierne el contenido de la misión para
la que fue enviado y lo anuncia a los que esperaban al Mesías: «El Espíritu del
Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los
pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a
poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).
Del mismo modo, cada uno de nosotros
puede descubrir su propia vocación sólo mediante el discernimiento espiritual,
un «proceso por el cual la persona llega a realizar, en el diálogo con el Señor
y escuchando la voz del Espíritu, las elecciones fundamentales, empezando por
la del estado de vida» (Sínodo de los Obispos, XV Asamblea General
Ordinaria, Los
jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional, II, 2).
Descubrimos, en particular, que la
vocación cristiana siempre tiene una dimensión profética. Como nos enseña la
Escritura, los profetas son enviados al pueblo en situaciones de gran
precariedad material y de crisis espiritual y moral, para dirigir palabras de
conversión, de esperanza y de consuelo en nombre de Dios. Como un viento que
levanta el polvo, el profeta sacude la falsa tranquilidad de la conciencia que
ha olvidado la Palabra del Señor, discierne los acontecimientos a la luz de la
promesa de Dios y ayuda al pueblo a distinguir las señales de la aurora en las
tinieblas de la historia.
También hoy tenemos mucha necesidad del
discernimiento y de la profecía; de superar las tentaciones de la ideología y
del fatalismo y descubrir, en la relación con el Señor, los lugares, los
instrumentos y las situaciones a través de las cuales él nos llama. Todo
cristiano debería desarrollar la capacidad de «leer desde dentro» la vida e
intuir hacia dónde y qué es lo que el Señor
le pide para ser continuador de su misión.
Vivir
Por último, Jesús anuncia la novedad
del momento presente, que entusiasmará a muchos y endurecerá a otros: el tiempo
se ha cumplido y el Mesías anunciado por Isaías es él, ungido para liberar a
los prisioneros, devolver la vista a los ciegos y proclamar el amor
misericordioso de Dios a toda criatura. Precisamente «hoy —afirma Jesús— se ha
cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,20).
La alegría del Evangelio, que nos abre
al encuentro con Dios y con los hermanos, no puede esperar nuestras lentitudes
y desidias; no llega a nosotros si permanecemos asomados a la ventana, con la
excusa de esperar siempre un tiempo más adecuado; tampoco se realiza en
nosotros si no asumimos hoy mismo el riesgo de hacer una elección. ¡La vocación
es hoy! ¡La misión cristiana es para el presente! Y cada uno de nosotros está
llamado —a la vida laical, en el matrimonio; a la sacerdotal, en el ministerio
ordenado, o a la de especial consagración— a convertirse en testigo del Señor,
aquí y ahora.
Este «hoy» proclamado por Jesús nos da
la seguridad de que Dios, en efecto, sigue «bajando» para salvar a esta
humanidad nuestra y hacernos partícipes de su misión. El Señor nos sigue
llamando a vivir con él y a seguirlo en una relación de especial cercanía,
directamente a su servicio. Y si nos hace entender que nos llama a consagrarnos
totalmente a su Reino, no debemos tener miedo. Es hermoso —y es una gracia
inmensa— estar consagrados a Dios y al servicio de los hermanos, totalmente y
para siempre.
El Señor sigue llamando hoy para que
le sigan. No podemos esperar a ser perfectos para responder con nuestro
generoso «aquí estoy», ni asustarnos de nuestros límites y de nuestros pecados,
sino escuchar su voz con corazón abierto, discernir nuestra misión personal en
la Iglesia y en el mundo, y vivirla en el hoy que Dios nos da.
María Santísima, la joven muchacha de
periferia que escuchó, acogió y vivió la Palabra de Dios hecha carne, nos
proteja y nos acompañe siempre en nuestro camino.
Vaticano, 3 de diciembre de 2017.
Primer Domingo de Adviento.
Primer Domingo de Adviento.
Francisco
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