La alegría pascual cristiana tiene mucho de paradójico, porque
no se da según los cánones del mundo, no depende del estado de ánimo,
ni de salud, ni por la posesión de cosa alguna, sino que es consecuencia
de la fe, la esperanza y el amor en Cristo Muerto y Resucitado. Su manantial
es “una tumba vacía”. ¡No hay otra explicación! El mismo Señor nos lo
dijo: “dichosos vosotros, porque vuestros ojos ven y vuestros oídos
oyen” (Mt 13,16). Hay que poseer una mirada amplia
para ver “la mano de Dios” en tantos acontecimientos que nos suceden y
tener todos los sentidos puestos en lo único fundamental: “vivir en caridad”.
Esto no es fantasía o mera aspiración, es tan real como la “noche y
el día”. La alegría de la fe en el gran Viviente, no necesita ningún paraíso
para provocarla y sostenerla. Ella es un don gratuito y extraordinario,
que nadie nos la puede arrebatar, ni aún los mayores dolores y dificultades
de esta vida. Ese gozo que se experimenta es de una naturaleza especial,
las palabras humanas son incapaces de expresarlo todo, porque forma
parte del misterio. Por eso, entre la alegría artificial de la cultura
consumista y aquella que surge en el alma del cristiano, hay todo un abismo.
Así nos lo hace saber el Papa Francisco en su famosa Exhortación Evangelii Gaudium: la
alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se
encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por él son liberados del
pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo
siempre renace la alegría” (EG 1).
Cuando esta profunda alegría se ve oscurecida por los fallos y pecados
en la vida personal y comunitaria, entonces se comienza a perder la
ilusión de hacer el bien a los otros y se baja el nivel del compromiso misionero.
Es lógico, no podemos “vender un producto” que se llama “Buena noticia”
cuando ni siquiera en nuestros rostros hay reflejo de una leve sonrisa.
Con razón decía Jesús que “los hijos de este mundo son más astutos que
los hijos de la luz” (Lc 16,1-8). Así vemos, como todo buen comerciante
ofrece sus productos con amabilidad y gesto cercano. ¿Cómo puede ser
que, en ocasiones, los discípulos del Resucitado aparezcamos tan solemnes,
serios y alejados de la gente? ¿Es que la predicación del Evangelio
exige esa teatralidad mortífera? ¿No debemos tener como único modelo
la mansedumbre de Jesús que atraía a tantas gentes por la fuerza de su
palabra que manaba de su divino corazón?.
Cuánta razón tiene el actual Obispo de Roma, cuando habla del contra
signo que son “las caras avinagradas” de sacerdotes y evangelizadores,
que parecen que están en una “eterna cuaresma”. La primera cualidad
que ha de brillar en el discípulo misionero es la alegría perfecta,
ese es el gran testimonio. Miremos el ejemplo de los grandes santos de
ayer y de muchos cristianos de hoy. Veremos como la vivencia de esta
“alegría anómala” produce consuelo, paz, abandono en la providencia,
fortaleza en la prueba, gozo insondable. De esa “abundancia del corazón
hablaba la boca” (Mt 12,34) y hace atrayente el Mensaje de Cristo en
este mundo secular. Ya lo entendieron perfectamente también los primitivos
cristianos cuando un autor del primer siglo nos dejó dicho: “una persona
alegre obra el bien, gusta de las cosas buenas y agrada a Dios. En cambio,
el triste siempre obra el mal” (Pastor de Hermas).
+Juan del Río Martín
Arzobispo Castrense de España
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