Una mujer, movida por la curiosidad, se adentró en «la tienda del
cielo» que acababan de inaugurar en la plaza del mercado de su pueblo.
Detrás del mostrador se encontró nada menos que con Dios.
–Buenos días, dijo la señora.
–Buenos días, le respondió Dios esbozando una cálida sonrisa.
–La verdad es que no esperaba encontrarme con este tendero, comentó la señora.
–Nuestra «cadena» no cierra ni hace vacaciones, replicó Dios. Y a
mí siempre me toca «estar al quite» (de guardia).
– ¿Qué se puede adquirir aquí?, preguntó conmovida la señora.
– ¡Todo lo que su corazón desee! Le respondió Dios sin titubear.
Todavía sin dar crédito a lo que estaba viendo y sintiendo, comenzó
a hacer su pedido:
–Póngame un poco de paz interior, amor, felicidad, sabiduría, libertad,
autenticidad, nobleza, comprensión, perseverancia, humildad, perdón,
serenidad, paciencia, bondad, sencillez… Dios fue tomando puntualmente
nota de todo en su tablet celeste. A los dos minutos, por un sofisticado
tobogán en forma de serpentín, bajó el pedido envasado en diminutas
bolsas de plástico que diligentemente entregó a la señora. Viendo
su cara de asombro, replicó Dios:
– Igual no supe explicarme bien. Aquí, señora, no vendemos frutos,
simplemente regalamos semillas.
La Palabra que se nos ha proclamado alude a la semilla enterrada
que crece poco a poco hasta convertirse en un gran arbusto. Esto me evoca
la gratuidad y la fecundidad del Reino de Dios que se describe elocuentemente
en la historia que acabo de narrar. Con esta imagen Jesucristo visibiliza
el aparente fracaso de su misión, dada la lentitud o la precariedad
de medios utilizados, frente a las expectativas que los judíos tenían
sobre la llegada e implantación del Reino de Dios.
La semilla va creciendo por sí sola hasta la siega. Su crecimiento
continuo es independiente de la inactividad del labrador. Esto podría
hacernos entender equívocamente la despreocupación del campesino,
y, por analogía, del mismo Dios. Todo lo contrario. El silencio de Dios
durante el desarrollo de la cosecha es más aparente que real, lo mismo
que la expectante inacción del labrador. Debido a su fuerza interna,
la semilla del Reino está actuando ya desde sus comienzos insignificantes,
logrando un crecimiento lento pero imparable. Su eficacia está asegurada,
pero no su espectacularidad.
La paciencia de Dios es una lección para los que quieren colaborar
con Él en la instauración de su Reino en el mundo. Dada nuestra afición
al éxito rápido y espectacular, a la programación, a la eficacia
productiva, a la estadística y al porcentaje… es frecuente la impaciencia
por los resultados y por los frutos visibles e inmediatos. Pero ésa no
es la táctica de Dios.
La infalible, aunque a veces desconcertante, táctica de Dios reside
en la potencialidad, en la fuerza interna, en el incontenible dinamismo
expansivo que encierra en sí mismo cada semilla hasta que emerge, florece y fructifica.
Si con la parábola de la semilla que crece sola responde Jesús a
los impacientes que no aceptaban el ritmo lento del crecimiento del
Reino, con la del grano de mostaza sale al paso de quienes no entendían la
pequeñez y la pobreza de los medios empleados para la manifestación
del esperado reino mesiánico. Ése es el estilo de Dios. También con
las semillas que Él ha sembrado en nuestro propio corazón.
Cuántas veces, también en las circunstancias actuales, desearíamos
que Dios se mostrara más fuerte. Que actuara duramente, que derrotara
el mal y creara un mundo mejor. Todas las ideologías del poder se justifican
así, alegan la destrucción al progreso y a la liberación de la humanidad.
Los cristianos, como expresó magistralmente el Papa emérito Benedicto
XVI en su homilía al inicio de su Pontificado, son bien conscientes de
que el mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia
de los hombres. La Iglesia, como nuevo pueblo de Dios, no debe temer el
fracaso del evangelio por la pobreza de medios y menos todavía ceder
a la tentación de técnicas sofisticadas de choque o de propaganda
comercial. Cristo podía haber actuado fulgurantemente pero prefirió
servidores pobres e incondicionales. Él mismo se convierte en semilla
y fermento de ese Reino, pues muriendo en la cruz, dio origen al hombre y
al mundo nuevo de la resurrección. Pidámosle que cada uno de los hijos
del Alto Aragón nos constituyamos en verdadero germen
del Reino definitivo.
Con mi afecto y bendición,
+ Ángel Pérez Pueyo
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