Para comprender la grandeza que ocupa Juan Bautista en el calendario
y veneración de la Iglesia, bastarían las palabras de Jesús que lo proclama
«el mayor entre los nacidos de mujer» (Mt 11,11). Su honor reside, no
obstante, en su humildad. Juan había creado una escuela de discípulos,
que lo tenían por el profeta esperado. Cuando aparece Jesús, sin embargo,
no duda en señalarle como Mesías y orientar a sus discípulos hacia él.
Se siente indigno de bautizar a Jesús y de desatarle las correas de sus
sandalias. Su lema fue: «Él (Jesús) tiene que crecer y yo tengo que menguar»
(Jn 3,30). Y ese fue su destino: desaparecer cuando Jesús se presenta
como el Ungido de Dios. No desapareció de cualquier manera, sino derramando
su sangre por denunciar el adulterio de Herodes Antipas. Es mártir de Cristo.
Cuando las autoridades de Jerusalén le preguntan sobre su identidad,
Juan niega que sea el Mesías o Elías o el Profeta. Se define como la voz
que prepara en el desierto el camino del Señor. Es la voz que remite a
la Palabra. La lámpara que presagia la Luz del mundo, Jesús. Su misión
es ser precursor, abrir el camino a Cristo mediante su predicación ardiente,
que lo convierte en el profeta Elías redivivo, como dice Jesús. Así
como Elías anunciaba el juicio inminente de Dios, Juan Bautista proclama
que Cristo trae un bautismo de fuego para santificar a su pueblo. Todo
en Juan apunta a Cristo, como plasmó admirablemente el pintor alemán
M. Grünewald en su retablo de Isenheim al situar, de modo anacrónico
pero certero, al Bautista en el monte Calvario que apunta con su potente
dedo al Crucificado, recordando aquella exclamación: «He ahí el Cordero
de Dios que quita el pecado del mundo».
Hay un calificativo de Juan Bautista menos conocido, que
revela, sin embargo, un aspecto decisivo de su identidad y misión.
Cuando los discípulos de Juan acuden a él para decirle que Jesús también
bautizaba, aquel responde: «El que tiene la esposa es el esposo; en
cambio, el amigo del esposo, que asiste y lo oye, se alegra con la voz
del esposo; pues esta alegría mía está colmada» (Jn 3,29). Juan se define
a sí mismo como «el amigo del esposo», que es Cristo. Esta imagen desvela
la conciencia que Juan tenía de Jesús y de sí mismo. En el Antiguo Testamento
Dios es presentado como el esposo de Israel y, en un sentido más amplio,
de la humanidad. La imagen de las bodas sirvió para representar la
unión entre Dios y su pueblo que se desposarían en alianza eterna y definitiva,
fuente de alegría desbordante. No hay mayor intimidad que ésta: Dios
unido para siempre con Israel y con todos los hombres. Al definirse a
sí mismo como «amigo del esposo», Juan afirma de modo indirecto que en
Jesús Dios se manifiesta como el esposo que consumará la alianza con
los hombres. En esa alianza, Juan tiene el puesto de «amigo» que disfruta
asistiendo a la boda y escuchando la voz del esposo, de forma que su alegría
está colmada. No necesita más. Por eso a renglón seguido dice que él
tiene que menguar y Cristo crecer.
Jesús y Juan están unidos en un mismo destino que se inicia en la concepción
de ambos. Cuando María visita a Isabel, ambas han concebido milagrosamente.
Al escuchar Isabel el saludo de María, Juan salta de gozo en su seno
como signo de la cercanía del Mesías. Es la alegría de la salvación que
trae Jesucristo. Por eso, cuando, al nacer, intentan ponerle el
nombre de Zacarías, como su padre, éste escribe en una tablilla: «Juan
es su nombre». En hebreo, Juan significa «Dios se compadece». Con su nacimiento,
se anuncia que Dios se dispone a visitar y compadecer con su pueblo en
la persona de Jesús.
+ César Franco
Obispo de Segovia
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