LA ENFERMEDAD,
COMO ACONTECIMIENTO DE SOLEDAD Y DE SILENCIO
Habitualmente,
la enfermedad nos obliga a parar, a hacer un alto, a suspender la frenética
actividad diaria y comprobar que, mientras se está postrado en una cama, el
mundo no se detiene. El enfermo, en este sentido, es un privilegiado; porque en
este nuevo escenario, puede descubrir realidades inexploradas hasta ese momento
para él. Una de ellas es el silencio.
Señala Romano
Guardini en “El Señor” que “es en el silencio donde suceden los grandes
acontecimientos”. En un primer momento, la visita de esta soledad impuesta
puede generar una especie de síndrome de abstinencia y provocar en el enfermo
desorientación, tristeza y destemple ante la falta de las acostumbradas dosis
de ruido que nos suelen acompañar en nuestros días. Sin embargo, si se consigue
superar este cuadro febril inicial, el silencio nos impulsará a cerrar nuestros
ojos, callar nuestros labios y contemplar a Dios que vive dentro de
nosotros en las regiones profundas e íntimas de nuestro abismo personal (Cardenal
Robert Sarah, La Fuerza del Silencio).
San Pablo nos
invita en su Epístola a los Filipenses, a tener entre nosotros los mismos
sentimientos que tuvo Cristo Jesús. El silencio nos empuja a acallar nuestras
pasiones y nuestros sentimientos humanos más miserables para que aquella
invitación pueda hacerse carne en nosotros.
En el silencio
de la enfermedad, encontraremos también la libertad, la liberación de todos
aquellos lastres que nos separan de las profundidades de los misterios de
Dios. Este silencio será como un regreso a nuestro origen celeste en
el que solo reinan la paz, la contemplación y la adoración ante la presencia de
Dios nuestro Padre. Será asimismo, como un anticipo de la eternidad en
la que estaremos en silencio contemplando las maravillas que el Señor nos tenía
preparadas.
En esta
soledad, nos asaltarán los grandes interrogantes del hombre. ¿Cómo puede ser
que Dios, que es mi Padre, que me ama, que es todopoderoso, sin embargo,
permite que me encuentre en esta situación de precariedad, de enfermedad, de
dolor, tal vez de desmoronamiento de mi cuerpo? Acudirán aquellas voces que
susurrarán una respuesta a dicha pregunta: eso sucede porque, o bien Dios no es
todopoderoso, o bien no te ama. Y, un Dios que no tenga tales atributos, es un
Dios inexistente.
El Cardenal
Robert Sarah afirma con brillantez en su obra “La fuerza del silencio”
que Dios es Todopoderoso y, al mismo tiempo, quiere permitir que el
hombre sea realmente libre. En el simple hecho de admitir la libertad
humana reside una renuncia al poder. Porque la omnipotencia de Dios es
la omnipotencia del Amor. El acto de la creación es una especia de
autolimitación de Dios. Y así, el sufrimiento del hombre se convierte
misteriosamente en sufrimiento de Dios. En la naturaleza divina el sufrimiento
no es sinónimo de imperfección.
Como ocurre con
nuestros hijos, cuando les dejamos que tomen decisiones y, por tanto, que
asuman riesgos, aceptamos que puedan acabar sufriendo si toman caminos
equivocados. Dios, asimismo, quiere que seamos libres de construirnos a
nosotros mismos y su Infinito Amor le impide toda coacción.
Creer en un
Dios silencioso que “sufre” cuando nosotros sufrimos, cuando estamos enfermos,
es hacer más misterioso aún el silencio de Dios. Pero también, más luminoso; es
eliminar una falsa claridad para sustituirla por brillantes tinieblas.
Raúl Gavín | Iglesia en Aragón /
No hay comentarios:
Publicar un comentario