Las semanas
anteriores al verano se pueblan de mensajes en anuncios televisivos y
radiofónicos que aconsejan ejercicios y dietas para ponernos a punto, para
estar preparados, para garantizar que en los meses más calurosos del año,
podamos lucir nuestros cuerpos con orgullo y sobresalir de entre el
resto de los humanos gracias a nuestro “cuerpo 10”.
Meditando sobre
esta avalancha de recomendaciones para cuidar nuestros cuerpos, recordé las
palabras que el Papa Francisco dirigía a deportistas italianos hace algunos
meses: «la Biblia nos enseña que la persona humana es un todo uno, espíritu y
cuerpo. (…) los animo a cultivar siempre, junto a la
actividad deportiva, también competitiva, la dimensión religiosa y
espiritual».
Releer esta
reflexión de Francisco, me ayuda a tomar conciencia de que urge el
cuidado de ambas dimensiones, especialmente para los más jóvenes.
Porque detecto que, de forma singular, quienes tienen la edad de mis hijos
mayores, constituyen el público preferente a quienes se destinan estos
mensajes. Con insistencia, pretenden concienciarles del apremiante cuidado
del cuerpo, de la importancia de respetar una dieta sana, de hacer deporte con
frecuencia, de aparecer musculosos y con el vientre plano o de luchar contra
las “cartucheras”.
Por supuesto
que algunos de estos consejos resultan saludables. ¿Cómo no estar de acuerdo en
practicar algún deporte o en respetar una dieta saludable, por ejemplo?
Lo que quiero
resaltar es la desproporción existente entre las repetidas llamadas al
cuidado del cuerpo frente a los inexistentes reclamos a la vigilancia de la
parte espiritual que caracteriza a todo hombre.
Por eso,
conviene despertar a nuestros muchachos ante esta realidad. Los bienes
espirituales son igualmente necesarios para una salud integral. ¿De qué
nos sirve un cuerpo robusto si nuestra alma se encuentra abatida o enferma?
Con este fin,
resulta decisivo en este tiempo vacacional, evitar aquellas compañías que
alardean de su cuerpo pero tienen dormida el alma. Especialmente, en el caso de
nuestros hijos, velaremos para que compartan estos días de descanso con
personas y familias que puedan sacar de ellos lo mejor que llevan
dentro, lo más sublime.
El cuidado en
la forma de vestir puede ser un buen termómetro para detectar el tipo de
relación que mantenemos con nuestro cuerpo. En este
sentido, abundan los que piensan que el pudor en la vestimenta es algo ya
superado, convencional, propio de otros tiempos o de culturas poco avanzadas.
Sin embargo, quien cultiva esta virtud, es consciente de que posee una
intimidad y no una mera existencia pública. Cuando obviamos esta
circunstancia y aparcamos nuestro pudor, distorsionamos la realidad y
cedemos ante la vanidad y el reclamo de los otros.
Por otra parte,
el pudor encierra un importante valor antropológico porque reserva la parte más
valiosa del hombre para ofrecerla en el tiempo conveniente y en el contexto
adecuado. Descubrir lo íntimo de una persona no se logra quitándose la
ropa.
Desconsuela
contemplar a tantos padres que sucumben a las modas imperantes y consienten que
sus hijos queden expuestos a relaciones superficiales en las que prevalecen las
pasiones y se corre el riesgo de no ser tomados con la consideración
adecuada. Nuestra vestimenta expresa, en definitiva, la imagen que tenemos
de nosotros mismos y el respeto que ofrecemos a los demás.
En un tiempo en
el que es habitual hacer del desnudo un espectáculo y un reclamo comercial, a
muchos el pudor les parece un encogimiento ridículo propio de etapas de nuestra
historia ya superadas. Sin embargo, como describe el Papa Francisco en la
exhortación Amoris laetitia, el pudor «es una defensa natural de la
persona que resguarda su interioridad y evita ser convertida en un puro objeto».
El verano, el
calor, el ocio exagerado propio de las vacaciones, nos empuja a la
relajación. El descanso es necesario pero nunca es prudente el tedio o
la pereza espiritual. Como ocurre con las cuerdas de una guitarra, estas
deben siempre estar bien templadas para que el sonido del instrumento sea óptimo.
Si destensamos las cuerdas de nuestro espíritu, la melodía de nuestra vida
resultará desafinada.
Las vacaciones
no son sinónimo de sofá. Existe una frase popular que afirma que “la
mente ociosa es el taller de Satanás”. O, dicho de otro modo, si no tenemos
nada especial que hacer, el diablo te propondrá un montón de cosas que
organizar.
Benedicto XVI
lo expresaba con rotundidad: “El ocio es seguramente algo bueno y
necesario, sobre todo entre la prisas alocadas del mundo moderno” pero “si
carece de un foco interior, de un sentido total de dirección, entonces, en
última instancia, se convierte en tiempo perdido que no nos
fortalece ni nos reafirma”.
Raúl
Gavín Iglesia en Aragón
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