Que
me perdonen los teólogos y comentaristas de los pasajes evangélicos por mi
interpretación un tanto heterodoxa de la parábola de los viñadores.
Mi
presente reflexión es que la viña es la tierra, sus habitantes somos los
arrendatarios, pero con un contrato un tanto especial ya que en él no figuramos
estrictamente como arrendatarios, sino más bien como casi copropietarios. El
Creador concibió la viña para dárnosla, nos dotó de libertad infinita para
utilizarla, trabajarla y vivirla con la única condición de que un día, no
sabemos cuando, tendremos que darle cuenta de nuestra estancia en esa hermosa
viña y entonces nos juzgará según el uso que hayamos hecho de la misma.
La
viña es extensísima con todas las bellezas inimaginables, ubérrima y todos los
medios necesarios para su mantenimiento: lluvias, nieves, sol… Nuestro cometido
solo es mantenerla, procurar que siga dando fruto, el necesario para nuestro
sustento. Pero hete aquí que estamos cambiando, me parece a mí, tanto la tierra como los medios hasta tal
punto que el mantenimiento lo estamos haciendo mal, la necesaria transformación
por nuestro trabajo se ha convertido más bien en una prostitución (Prostituir.
El DRAE en su segunda acepción de este verbo dice: deshonrar o degradar algo o a alguien abusando con bajeza de ellos para
obtener un beneficio). En la segunda parte de esta definición está
nuestro pecado: la degradamos con bajeza para obtener más beneficios y además
estos en nuestro propio abusivo interés sin pensar en los otros arrendatarios.
La
tierra con nuestro cuido da suficiente alimento para todos sus habitantes, pero
el egoísmo humano la sobreexplota sin el debido cuidado: hay parcelas de esta
viña que las desforestamos, contaminamos las aguas hasta tal punto que desvirtuamos
su calidad y matamos a los seres vivientes de las mismas, emitimos gases
nocivos de tal forma que alteramos los ciclos naturales de sus estaciones,
queremos que llueva o haga calor no según las leyes de la naturaleza, sino
según nuestro desaforado afán de riqueza, esquilmamos los acuíferos, mares y minería,
etc. Y claro, este comportamiento nuestro conlleva la alteración hasta tal
punto que nos devuelve el mal, que le estamos produciendo, con anómalos
períodos de sequía o lluvias torrenciales, modificando de forma impropia las
estaciones, aumentando la desertización y otras muchas manifestaciones de su
disconformidad con el trato que le damos.
Los
cristianos, al menos, no debemos caer en este pecado, no debemos ser cómplices
de deshacer lo tan maravillosamente creado por el Sumo Hacedor.
El papa
Francisco nos da un toque de atención y nos invita en su encíclica Laudato Si a comportarnos en este
aspecto como colaboradores de Dios: “Si el ser humano se declara autónomo de la realidad
y se constituye en dominador absoluto, la misma base de su existencia se
desmorona, porque, «en vez de desempeñar su papel de colaborador de Dios en la
obra de la creación, el hombre suplanta a Dios y con ello provoca la rebelión
de la naturaleza”. (cf.
117).
Gracias, Señor, por haberme elevado a tan alta
dignidad de ser colaborador tuyo en la conservación de la creación. Perdona mis
deslices, que consciente o inconscientemente tengo en el mantenimiento de lo
creado. Danos a los hombres conciencia y consciencia de que somos unos
cooperantes tuyos.
Pedro José Martínez Caparrós
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