sábado, 2 de julio de 2016

XIV Domingo Tiempo Ordinario





El compromiso misionero es parte integrante de la vida cristiana

            La fe es un don que hay que compartir. Por ello el compromiso misionero es parte integrante de la vida cristiana. En la medida en que se comparte la fe, se crece y profundiza en el don.

            San Lucas da mucha importancia en su obra a los Doce Apóstoles, enviados cualificados de Jesús, núcleo de la Iglesia naciente y punto de referencia constante para la misma, pues es apostólica. Pero esto no quiere decir que sean ellos solos los enviados a la misión. La misión es obra de toda la Iglesia. Por eso recoge esta tradición que recuerda que Jesús envió también a todos sus discípulos, representada simbólicamente en el número 72 (a veces redondeado en 70), que en la Biblia es símbolo de universalidad (véase Gén 10: todos los pueblos son descendientes de Noe; la Biblia de los LXX o Biblia de todos los pueblos...).

            El espíritu misionero es expresión de la hondura con que se ha recibido la alegre noticia. Cuando una persona descubre algo que le llena de alegría, psicológicamente necesita comunicarlo a sus amigos, igualmente el que ha descubierto la alegría de conocer a Jesús y su obra salvadora, necesita compartirlo con los demás. A veces no compartimos porque no valoramos lo que tenemos, y desgraciadamente incluso porque nos avergonzamos de nuestra fe. Es una ocasión para que examinemos el espíritu misionero de nuestra comunidad. Una comunidad cristiana sin espíritu misionero está enferma.

Jesús recuerda en el evangelio de hoy cómo hay que ir a la misión.

            Lo primero que recuerda es que tenemos que pedir al Padre la gracia de ser enviados. La misión no es un favor que hacemos a Dios sino una gracia de Dios, que hemos de pedir con humildad. De aquí la necesidad de orar para ir, conscientes de que nos envía el Padre, lo que afianzará nuestra confianza en su ayuda. Por otra parte, vamos como precursores de Jesús, preparándole el camino. Nosotros tenemos que hacer lo que esté de nuestra parte, pero la acción decisiva la hará Jesús por medio de su Espíritu.

            Jesús envía como sus embajadores, de forma que el que nos oiga, oye a él y al Padre que lo envió. Esto es una gran responsabilidad que tiene que obligar al cristiano a conocer y vivir la palabra de Dios que debe anunciar. No somos enviados para dar nuestra palabra sino la de Dios. Más aún, Jesús nos pide que ofrezcamos la palabra, primero encarnada en nuestras buenas obras, de forma que la misión consista en explicar lo que estamos haciendo: curad a los enfermos y decid: está llegando el Reino de Dios. El enviado predica lo que vive.  En este contexto se nos exige entrega total a la tarea, lo que implica austeridad y disponibilidad. Lo importante es la misión y a su servicio se sacrifica lo que sea necesario.

            Toda la obra misionera tiene que estar al servicio de la paz, que implica un mundo nuevo filial y fraternal. Las reacciones de los destinatarios serán diversas. Hay que ir con realismo, como ovejas entre lobos, conscientes de que habrá rechazo, persecución, pero también buena acogida. Así se comparte la muerte de Jesús (2ª lectura). Pero siempre nos acompañará la providencia del Padre.

            Finalmente la alegría debe ser un móvil para la misión y debe acompañar todo el proceso. Los 70 volvieron contentos por los frutos obtenidos y Jesús aprovecha para decirles que el motivo principal para la alegría no debe ser el fruto en la misión, que se dará o no, sino el hecho de que somos ciudadanos del Reino.

            Cada celebración de la Eucaristía es recibir la Palabra que después hemos de transmitir a los demás.


Rvdo. Don Antonio Rodríguez Carmona

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