El compromiso misionero es parte integrante de la
vida cristiana
La fe es un don que hay que compartir. Por ello el
compromiso misionero es parte integrante de la vida cristiana. En la medida en
que se comparte la fe, se crece y profundiza en el don.
San Lucas da mucha importancia en su obra a los Doce
Apóstoles, enviados cualificados de Jesús, núcleo de la Iglesia naciente y
punto de referencia constante para la misma, pues es apostólica. Pero esto no
quiere decir que sean ellos solos los enviados a la misión. La misión es obra
de toda la Iglesia. Por eso recoge esta tradición que recuerda que Jesús envió
también a todos sus discípulos, representada simbólicamente en el número 72 (a
veces redondeado en 70), que en la Biblia es símbolo de universalidad (véase
Gén 10: todos los pueblos son descendientes de Noe; la Biblia de los LXX o
Biblia de todos los pueblos...).
El espíritu misionero es expresión de la hondura con que
se ha recibido la alegre noticia. Cuando una persona descubre algo que le llena
de alegría, psicológicamente necesita comunicarlo a sus amigos, igualmente el
que ha descubierto la alegría de conocer a Jesús y su obra salvadora, necesita
compartirlo con los demás. A veces no compartimos porque no valoramos lo que
tenemos, y desgraciadamente incluso porque nos avergonzamos de nuestra fe. Es
una ocasión para que examinemos el espíritu misionero de nuestra comunidad. Una
comunidad cristiana sin espíritu misionero está enferma.
Jesús recuerda
en el evangelio de hoy cómo hay que ir a la misión.
Lo primero que recuerda es que tenemos que pedir al Padre
la gracia de ser enviados. La misión no es un favor que hacemos a Dios sino una
gracia de Dios, que hemos de pedir con humildad. De aquí la necesidad de orar
para ir, conscientes de que nos envía el Padre, lo que afianzará nuestra
confianza en su ayuda. Por otra parte, vamos como precursores de Jesús,
preparándole el camino. Nosotros tenemos que hacer lo que esté de nuestra
parte, pero la acción decisiva la hará Jesús por medio de su Espíritu.
Jesús envía como sus embajadores, de forma que el que nos
oiga, oye a él y al Padre que lo envió. Esto es una gran responsabilidad que
tiene que obligar al cristiano a conocer y vivir la palabra de Dios que debe
anunciar. No somos enviados para dar nuestra palabra sino la de Dios. Más aún,
Jesús nos pide que ofrezcamos la palabra, primero encarnada en nuestras buenas
obras, de forma que la misión consista en explicar lo que estamos haciendo: curad a los enfermos y decid: está llegando
el Reino de Dios. El enviado predica lo que vive. En este contexto se nos exige entrega total a
la tarea, lo que implica austeridad y disponibilidad. Lo importante es la
misión y a su servicio se sacrifica lo que sea necesario.
Toda la obra misionera tiene que estar al servicio de la
paz, que implica un mundo nuevo filial y fraternal. Las reacciones de los
destinatarios serán diversas. Hay que ir con realismo, como ovejas entre lobos,
conscientes de que habrá rechazo, persecución, pero también buena acogida. Así
se comparte la muerte de Jesús (2ª lectura). Pero siempre nos acompañará la
providencia del Padre.
Finalmente la alegría debe ser un móvil para la misión y
debe acompañar todo el proceso. Los 70 volvieron contentos por los frutos obtenidos
y Jesús aprovecha para decirles que el motivo principal para la alegría no debe
ser el fruto en la misión, que se dará o no, sino el hecho de que somos
ciudadanos del Reino.
Cada celebración de la Eucaristía es recibir la Palabra
que después hemos de transmitir a los demás.
Rvdo. Don Antonio Rodríguez
Carmona
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