Llegados a este
punto del curso, “el descanso” adquiere todo el protagonismo en nuestro
pensamiento y en nuestra conversación. El descanso se exige como un derecho o
se desea con ansia, desde los agobios del “estrés” y el sueño de una vida
tranquila y libre.
Esto es así,
hablando en general. Nada que objetar. Podemos recordar incluso aquellas
invitaciones al descanso que nos hacía el Papa Benedicto XVI por estas fechas,
llamándonos a vivirlo con un sentido humanista, como recuperación y crecimiento
personal. Su mensaje obedecía a un análisis en profundidad de la cultura que
mitifica la eficacia, el activismo y el éxito. El holandés Piet van Breemen
escribía:
“La queja en
boca de muchas personas de que están estresadas por el exceso de trabajo suena
un poco como una autoglorificación disfrazada… apelar a la falta de tiempo se
ha convertido en un elemento de distinción y de prestigio…”
En ese mismo
sentido reconocemos a veces una cierta psicopatía que podemos denominar
sencillamente “adicción al trabajo”. No solo adicción al dinero que con el
trabajo se puede ganar, sino también adicción a la actividad misma, en la que
la persona se siente realizada, creativa, poderosa… o quizá liberada de
determinados problemas de la vida, a los que uno prefiere no enfrentarse.
Desgraciadamente
no todos se pueden permitir estos lujos. No son pocos quienes hoy tienen un
deseo y un sueño bien distinto, porque sufren la tragedia precisamente de estar
en el paro. Son quienes viven en precariedad constante, en un descanso forzado
y haciendo frente a sentimientos de inutilidad y marginación.
Quisiéramos
vivir el tiempo de descanso con los ojos abiertos, con una mirada hacia la
realidad y un corazón consecuente. Quisiéramos que el descanso no fuera un
tiempo puramente evasivo. Quisiéramos, en pleno descanso, recordar que hay una
forma de trabajar alienante y una vida sin trabajo que atenta contra la
dignidad de la persona.
Nos ayudará a
los creyentes recordar algo que animaba tanto a los fieles de Israel. Ellos
estaban convencidos de que “Dios siempre tiene los ojos abiertos”. No hay ni un
momento que escape de su cuidado amoroso, ni un lugar oculto a su mirada. De
esta convicción brotaron bellas oraciones sálmicas:
“El sol durante el día no te hará daño, ni la luna de noche… Él te guarda a
su sombra, no permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme, no duerme ni
reposa el guardián de Israel” (Sl 121,3-6)
“Me cubres con tu palma… ¿A dónde iré lejos de tu aliento, a dónde escaparé
de tu mirada? Si escalo al cielo allí estás tú, si me acuesto en el abismo,
allí te encuentro. Si emigro hasta el margen de la aurora o hasta el confín del
mar, allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha” (Sl 138,5.7-8)
Son maneras de
decir que Dios es eterno y omnipresente. Eterno quiere decir que está siempre
vivo, que es una fuente inagotable. Omnipresente quiere decir que no hay lugar
al que Él no pueda acceder y hacerse presente. Y, como su ser es amar, no hay
ni un momento que deje de amarnos, como no hay lugar que escape de su abrazo.
Nosotros
vivimos pasando del día a la noche, del calor al frío, del trabajo al descanso,
del buen humor al mal genio, de la alegría al llanto… Pero el amor de Dios no
es voluble, no se cansa ni se agota, sigue con los ojos abiertos día y noche,
en el trabajo y en el descanso, aquí y en la otra parte del mundo. Por eso,
quienes intentamos creer en Él no damos vacaciones al amor. Al contrario, ¿no
será el descanso ocasión propicia para crecer amando?
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant
Feliu de Llobregat
No hay comentarios:
Publicar un comentario