La
Palabra de Dios nos enseña que “la felicidad está más en dar que en
recibir”(Hch 20,35). Por este motivo la quinta Bienaventuranza declara felices
a los misericordiosos. Sabemos que es el Señor quien nos ha amado primero. Pero
sólo seremos de verdad bienaventurados, felices, cuando entremos en la lógica
divina del don, del amor gratuito, si descubrimos que Dios nos ha amado
infinitamente para hacernos capaces de amar como Él, sin medida. Como dice San
Juan: “Queridos míos, amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de
Dios, y el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha
conocido a Dios, porque Dios es amor.[…] Y este amor no consiste en que
nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero, y envió a su
Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados. Queridos míos, si Dios
nos amó tanto, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros” (1 Jn
4,7-11).
Me
viene a la mente el ejemplo del beato Pier Giorgio Frassati. Él decía: “Jesús
me visita cada mañana en la Comunión, y yo la restituyo del mísero modo que
puedo, visitando a los pobres”. Pier Giorgio era un joven que había entendido
lo que quiere decir tener un corazón misericordioso, sensible a los más
necesitados. A ellos les daba mucho más que cosas materiales; se daba a sí
mismo, empleaba tiempo, palabras, capacidad de escucha. Servía siempre a los
pobres con gran discreción, sin ostentación. Vivía realmente el Evangelio que
dice: “Cuando tú des limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la
derecha, para que tu limosna quede en secreto” (Mt 6,3-4). Piensen que un día
antes de su muerte, estando gravemente enfermo, daba disposiciones de cómo
ayudar a sus amigos necesitados. En su funeral, los familiares y amigos se
quedaron atónitos por la presencia de tantos pobres, para ellos desconocidos,
que habían sido visitados y ayudados por el joven Pier Giorgio.
A
mí siempre me gusta asociar las Bienaventuranzas con el capítulo 25 de Mateo,
cuando Jesús nos presenta las obras de misericordia y dice que en base a ellas
seremos juzgados. Les invito por ello a descubrir de nuevo las obras de
misericordia corporales: dar de comer a los hambrientos, dar de beber a los
sedientos, vestir a los desnudos, acoger al extranjero, asistir a los enfermos,
visitar a los presos, enterrar a los muertos. Y no olvidemos las obras de
misericordia espirituales: aconsejar a los que dudan, enseñar a los ignorantes,
advertir a los pecadores, consolar a los afligidos, perdonar las ofensas,
soportar pacientemente a las personas molestas, rezar a Dios por los vivos y
los difuntos. Como ven, la misericordia no es “buenísimo”, ni un mero
sentimentalismo. Aquí se demuestra la autenticidad de nuestro ser discípulos de
Jesús, de nuestra credibilidad como cristianos en el mundo de hoy.
(Del mensaje del Papa Francisco para la JMJ de
Cracovia)
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