martes, 27 de abril de 2021

Con audacia y alegría, perder el miedo al miedo

 

Son muchas las zozobras que a menudo nos atenazan en estos tiempos revueltos. Son turbulentas las aguas que bajan dejando pasmados los puentes de nuestras certezas. Y con todos sus colores, el miedo aparece en la escena condicionando tantas cosas, confinándolas por dentro y por fuera, mientras esta vida que no tiene botón de pausa, sigue impertérrita el curso de sus días devorando nuestras agendas.

Lo aprendí en mis años mozos, quizás viendo a diario la actitud de mis padres que eran fuertes ante los vendavales diversos con los que siempre nos zarandea la vida. Y ya entonces supe que no había que tener miedo al miedo. Pues aunque te puedan acorralar los temores, nunca tienen la llave de tu dicha, ni de tu paz, ni de tu esperanza viva. También lo he visto en el testimonio de algunos cristianos, de algunos Papas que han acompañado mi vida.

Lo recuerdo en aquella mañana otoñal romana, al término de su primera Misa como sucesor de Pedro, su primera Misa de Papa. Una niña pequeña, rubiales toda ella, se agarró a su mano y con Juan Pablo II fue saludando a fieles y curiosos, dignatarios y gentes principales, cardenales y obispos, jóvenes y ancianos. Era una imagen de frescura inaudita: un Papa tan joven, de la mano de una pequeña, paseando la esperanza que no defrauda y la alegría que no tiene fecha de caducidad alguna, como una dulce brisa.

Antes dijo en sus palabras de la homilía lo que conmocionó a todo el orbe cristiano, lo cual supuso una primera entrega de un largo pontificado tan lleno de audacia, de vigor, de bondad, de belleza y sabiduría. Su voz eslava ponía gravedad, que no dureza, a aquellas palabras que indicaban que el “huracán Wojtyla” soplaba de veras unos verdaderos buenos aires sin sordina: No tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo.

Son palabras que me marcaron en mis años de mocedad seminarista, cuando escuché ese mensaje que parecía una evangélica consigna. Tanto es así que siempre me ha acompañado: cuando terminé mis primeros estudios de teología, cuando luego ingresé en la Orden Franciscana, cuando me ordené sacerdote, y cuando aquel hombre –ya un anciano veinticinco años después– me llamó para ser obispo. Yo estaba también en la mano de aquel Papa, como aquella pequeña niña.

No tener miedo, abriendo las puertas a Cristo. Sí, es más que un deseo piadoso, es todo un programa que educa la mirada, caldea el corazón, y que pone en pie tus mejores ganas para enviarte misioneramente a contar la historia de Dios repartiendo su gracia y su palabra. Siempre que voy a Roma, me acerco ante su tumba en la Basílica vaticana para rezar a este mi querido Papa, y vuelvo a escuchar lo que entonces tronó en la Plaza de San Pedro en aquella mañana otoñal. Esta vez lo dice paseando por esa otra inmensa plaza que es el cielo, de la mano de la Virgen María a la que tan tiernamente amó, con la compañía de todos los santos, tantos de ellos canonizados por él.

No tener miedo, porque Cristo ha entrado por mis puertas abiertas, porque no hay nada ni nadie que pueda robarme esta gracia de Dios., que nadie nos robe la alegría y la esperanza, como suele repetir el Papa Francisco. Las cosas podrán seguir siendo las mismas en las intemperies por las que deambula mi vida, y sentiré las contradicciones como un latigazo que pone a prueba mi confianza, las incomprensiones, las insidias, pero nada de esto puede documentar el miedo que destruye, porque aunque podamos experimentar el dolor, éste no tendrá jamás la última palabra. Perder el miedo al miedo, es poner en nuestro rostro una madura sonrisa que nace de una esperanza cierta, porque en el alma que confía se canta sin engaño la verdadera alegría.

Jesús Sanz Montes, ofm

Arzobispo de Oviedo

 

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