Son muchas las zozobras que a menudo nos atenazan en estos tiempos revueltos. Son turbulentas las aguas que bajan dejando pasmados los puentes de nuestras certezas. Y con todos sus colores, el miedo aparece en la escena condicionando tantas cosas, confinándolas por dentro y por fuera, mientras esta vida que no tiene botón de pausa, sigue impertérrita el curso de sus días devorando nuestras agendas.
Lo
aprendí en mis años mozos, quizás viendo a diario la actitud de mis padres que
eran fuertes ante los vendavales diversos con los que siempre nos zarandea la
vida. Y ya entonces supe que no había que tener miedo al miedo. Pues aunque te
puedan acorralar los temores, nunca tienen la llave de tu dicha, ni de tu paz,
ni de tu esperanza viva. También lo he visto en el testimonio de algunos
cristianos, de algunos Papas que han acompañado mi vida.
Lo
recuerdo en aquella mañana otoñal romana, al término de su primera Misa como
sucesor de Pedro, su primera Misa de Papa. Una niña pequeña, rubiales toda
ella, se agarró a su mano y con Juan Pablo II fue saludando a fieles y
curiosos, dignatarios y gentes principales, cardenales y obispos, jóvenes y
ancianos. Era una imagen de frescura inaudita: un Papa tan joven, de la mano de
una pequeña, paseando la esperanza que no defrauda y la alegría que no tiene
fecha de caducidad alguna, como una dulce brisa.
Antes
dijo en sus palabras de la homilía lo que conmocionó a todo el orbe cristiano,
lo cual supuso una primera entrega de un largo pontificado tan lleno de
audacia, de vigor, de bondad, de belleza y sabiduría. Su voz eslava ponía
gravedad, que no dureza, a aquellas palabras que indicaban que el “huracán
Wojtyla” soplaba de veras unos verdaderos buenos aires sin sordina: No tengáis miedo,
abrid las puertas a Cristo.
Son
palabras que me marcaron en mis años de mocedad seminarista, cuando escuché ese
mensaje que parecía una evangélica consigna. Tanto es así que siempre me ha
acompañado: cuando terminé mis primeros estudios de teología, cuando luego
ingresé en la Orden Franciscana, cuando me ordené sacerdote, y cuando aquel
hombre –ya un anciano veinticinco años después– me llamó para ser obispo. Yo
estaba también en la mano de aquel Papa, como aquella pequeña niña.
No tener
miedo, abriendo las puertas a Cristo. Sí, es más que un deseo piadoso, es todo
un programa que educa la mirada, caldea el corazón, y que pone en pie tus
mejores ganas para enviarte misioneramente a contar la historia de Dios
repartiendo su gracia y su palabra. Siempre que voy a Roma, me acerco ante su
tumba en la Basílica vaticana para rezar a este mi querido Papa, y vuelvo a
escuchar lo que entonces tronó en la Plaza de San Pedro en aquella mañana
otoñal. Esta vez lo dice paseando por esa otra inmensa plaza que es el cielo,
de la mano de la Virgen María a la que tan tiernamente amó, con la compañía de
todos los santos, tantos de ellos canonizados por él.
No tener
miedo, porque Cristo ha entrado por mis puertas abiertas, porque no hay nada ni
nadie que pueda robarme esta gracia de Dios., que nadie nos robe la alegría y
la esperanza, como suele repetir el Papa Francisco. Las cosas podrán seguir
siendo las mismas en las intemperies por las que deambula mi vida, y sentiré
las contradicciones como un latigazo que pone a prueba mi confianza, las
incomprensiones, las insidias, pero nada de esto puede documentar el miedo que
destruye, porque aunque podamos experimentar el dolor, éste no tendrá jamás la
última palabra. Perder el miedo al miedo, es poner en nuestro rostro una madura
sonrisa que nace de una esperanza cierta, porque en el alma que confía se canta
sin engaño la verdadera alegría.
+ Jesús
Sanz Montes, ofm
Arzobispo
de Oviedo
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