Eran ladrones en la noche. Robaban siempre que podían la luz que descubre los colores de las cosas. Sus armas eran las tinieblas, para que no se pudiera ver con asombro la fascinación que siempre entraña la belleza. Taparla como se pueda. Censurarla con tintas negras. Que no brote jamás la claridad cuando llega la mañana. Y así andaban esos ladrones intentando de mil maneras ofuscar con sus espesas nieblas lo que llegando el amanecer siempre llamaba a la puerta.
Pero no
pudieron con aquella luz distinta. Una luz que estaba viva y despierta,
levantando de su mortecina postración a quien sólo las horas de aquellos tres
días dejó maniatada su esperanza. Tardó en llegar, por más que estuvo claro el
aviso de que al tercer día terminaría el exilio. Y durante aquellos tres días
interminables, hubo mucha gente que se rindió, que creyó que todo había
concluido de aquel modo tan terrible e injusto, viendo colgar de una cruz a
quien vino a traernos tanta vida. Lo vieron agonizar, y decir sus inolvidables
siete palabras como siete dardos de bondad verdadera en medio de tanta insidia
malvada.
Pero por
duro que fuera aquel drama, por difícil que resultara contemplar realistamente
lo que no era una quimera, tan sólo era la penúltima palabra, la penúltima
escena, quedándose para Dios lo que era la escena y la palabra postreras. Y así
resultó al alba después del tercer día de estertor de un divino hombre que
entregaba su vida a su Padre Dios. De modo que aquel momento supuso el despertar
del sueño bendito tras el letargo maldito de la más terrible pesadilla.
Nos dicen
los Evangelios que fueron muchos los peregrinos de aquella noticia. Y fueron de
dos en dos, de tres en tres, o de uno en uno, quienes en aquella mañana de
pascua se acercaron al sepulcro para verlo con pasmo de un modo tan distinto.
La piedra enorme movida. Los soldados centinelas huidos sin explicación del
caso. Y el interior de la oquedad fúnebre, sin dejar resquicio a la oscuridad
mortecina una vez que allí entro la luz más radiante, la de una mañana viva.
Por
angostos que sean nuestros pesares, por malditos que resulten tantos avatares
inhumanos, y por tropezosos que nos parezcan los traspiés de cada día, Jesús ha
vencido. Y esto significa que ni la enfermedad de una pandemia que nos
acorrala, ni el dolor que nos arruga, ni la oscuridad que nos asusta, ni la
tristeza que nos amilana, ni la persecución que nos espanta, ni la espada que
nos amedrenta… ni la mismísima muerte que nos mata, tendrán ya la última
palabra. Jesús ha vencido, ha resucitado, y su triunfo nos abre de par en par
el camino de la esperanza, el de la utopía cristiana, el camino de la verdadera
humanidad, el camino que nos conduce al hogar de Dios desde esa bendita mañana.
Como en
la mañana primera, Dios vuelve a pasar por nuestro caos para llenarlo de
armonía, revistiendo nuevamente de bondad y belleza lo que sus labios creadores
de nuevo pronuncian con palabra de eternidad. Al unirnos a la alegría, al
aleluya, a la albricias de toda la creación, también nosotros queremos ser
testigos de su paso entre nosotros, de su paso siempre bondadoso y
embellecedor. Y ¿qué debemos testificar? Pues lo que la misma Pascua proclama
y canta: que la luz vence a la sombra, y la paz a la guerra, que el amor vence
al odio… porque Jesús ha resucitado.
Es la
mirada lo que cambia, no la realidad que tenemos delante. Y aunque tengamos
pesarosos tantas cuitas pendientes, tantos motivos que nos siguen asustando,
enfrentándonos por fuera y partiéndonos por dentro, los ladrones de la noche
han sido en la mañana robados.
+ Jesús
Sanz Montes, ofm
Arzobispo
de Oviedo
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