Escucho el Evangelio y me entero, escucho algunas homilías y me despistan; se empiezan a elevar y a elevar con los Salmos, referencias evangélicas y palabras de amor celestiales que creo “vivir” en un lugar inexistente, porque “aquí abajo” la cosa es bien distinta. No somos capaces de “ver ni hacer” esas maravillas.
Desde la sabiduría,
me gustaría se adentraran en los pellejos humanos y vestidos con nuestras ropas,
nos hablaran como lo hacía Jesús que removía conciencias y retumbaba en las
mentes.
Pero lo que más
siento es La Eucaristía, momento de tanta responsabilidad que me espanto hasta
de mi indignidad. Nos hemos acostumbrado a ver Hostias Consagradas en el Cáliz...
Pero ¿Sabemos que es el ventrículo izquierdo de Cristo de color
blanco con textura de oblea y que no sabe a sangre? ¡Madre mía! Si fuéramos
conscientes no pararíamos de llorar de agradecimiento. No hay palabras para explicarlo.
Este es el mayor milagro,
invisible a los ojos -un ciego tampoco lo vería- pero visible a la Fe y la
mente... A mí, personalmente, la Comunión me “inquieta”, sobrecoge.
Tampoco estaría de
más que nos hablaran del purgatorio, de sus moradas, de saber cómo “achicar” el
tiempo de tristeza hasta llegar a Dios. Seríamos más consecuentes, más
cuidadosos y aprovecharíamos toda clase de Indulgencias. Muchos no tienen idea de lo que significan... “Aquél día”
dirán ¡Si nos hubieran hablado ya estaríamos con Dios!
Jesús fue firme, contundente y terminante: La
puerta del cielo es estrecha y lenta para entrar... Qué Dios perdone nuestra
tibieza.
Emma Díez Lobo
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