Acompañar en el Sufrimiento
“Sed misericordiosos como vuestro Padre es
misericordioso”
(Lc 6,36)
El
11 de febrero pasado celebramos la trigésima Jornada Mundial del Enfermo,
instituida por San Juan Pablo II en 1992 con la finalidad de sensibilizar a la
Iglesia y a toda la sociedad de la necesidad de asegurar la mejor asistencia
posible a los enfermos y a cuantos los cuidan, así como procurar que cuantos viven
y trabajan junto a los que sufren, comprendan mejor la importancia de la
asistencia religiosa a los enfermos. La Jornada Mundial de este año se
desarrolla bajo el lema: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es
misericordioso” (Lc 6,36). Con esta Jornada, las Iglesias que peregrinamos en
España iniciamos la Campaña del enfermo que culmina el 22 de mayo, VI Domingo
de Pascua. Durante este tiempo, centraremos nuestra atención en la necesidad y
urgencia de “acompañar en el sufrimiento”.
En
el Mensaje que el Santo Padre, el Papa Francisco, nos dirige con este motivo
(10.XII.2021), nos recuerda que Dios “nos cuida con la fuerza de un padre y la
ternura de una madre” y que “el testigo supremo del amor misericordioso del
Padre a los enfermos es su Hijo unigénito”. Ciertamente, los Evangelios nos
narran los continuos encuentros de Jesús con las personas enfermas para
acompañar su dolor, darle sentido, curarlo. Como discípulos suyos, estamos
llamados a hacer lo mismo.
Aunque
la ciencia médica, apoyada por los grandes avances técnicos, ha permitido
erradicar multitud de enfermedades, la experiencia vivida durante estos dos
últimos años con la pandemia de la Covid-19 nos ha mostrado nuestra
vulnerabilidad y, sobre todo, nos ha hecho percibir la necesidad de acompañar a
los que sufren cualquier tipo de enfermedad, ya sea de las más habituales, ya
de otras menos “visualizadas” que provocan un sufrimiento grande como las
enfermedades mentales, las neurodegenerativas (ELA, Alzheimer…) o las
denominadas “enfermedades raras”, para las que se destinan menos recursos
humanos y materiales.
Como
nos recuerda también el Papa Francisco, el sufrimiento de nuestros hermanos se
convierte en una urgente llamada a ser “testigos de la caridad de Dios que
derramen sobre las heridas de los enfermos el aceite de la consolación y el
vino de la esperanza, siguiendo el ejemplo de Jesús, misericordia del Padre”.
Ciertamente, “cuando una persona experimenta en su propia carne la fragilidad y
el sufrimiento a causa de la enfermedad, también su corazón se entristece, el
miedo crece, los interrogantes se multiplican”. El Señor, a través de su grito,
reclama nuestro acompañamiento.
El
enfermo es siempre el centro de nuestra caridad pastoral. No podemos dejar de
escuchar al paciente, su historia, sus angustias y sus miedos. Incluso cuando
no es posible curar, siempre es posible cuidar, siempre es posible consolar,
siempre es posible hacer sentir nuestra cercanía. Lo que el Papa recuerda a los
agentes sanitarios cuando explica cómo “sus manos, que tocan la carne sufriente
de Cristo, pueden ser signo de las manos misericordiosas del Padre” es válido
para todos los que cuidan a los enfermos. “La caridad tiene necesidad de
tiempo. Tiempo para curar a los enfermos y tiempo para visitarles. Tiempo para
estar junto a ellos, como hicieron los amigos de Job: «Luego se sentaron en el
suelo junto a él, durante siete días y siete noches. Y ninguno le dijo una
palabra, porque veían que el dolor era muy grande» (Job 2,13)” (Papa Francisco,
Mensaje para la Jornada Mundial del Enfermo de 2015).
El
mayor dolor es el sufrimiento moral ante la falta de esperanza. En
consecuencia, hemos de ser muy conscientes de nuestra misión: “siempre
dispuestos a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pida” (1 Pe 3,
15). Se hace necesario estar preparados para aportar esperanza; pero no una
esperanza cualquiera, sino -como recuerda Benedicto XVI- una esperanza “fiable,
gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un
presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos
estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el
esfuerzo del camino” (Spe Salvi, 1).
Esta
falta de esperanza nace con frecuencia en terrenos donde no se ha sembrado la
fe. Como nos recuerda el Papa Francisco, “si la peor discriminación que padecen
los pobres -y los enfermos son pobres de salud- es la falta de atención
espiritual, no podemos dejar de ofrecerles la cercanía de Dios, su bendición,
su Palabra, la celebración de los sacramentos y la propuesta de un camino de
crecimiento y maduración en la fe” (Evangelii gaudium, 200).
Para
concluir, junto con al Santo Padre, deseamos “reafirmar la importancia de las
instituciones sanitarias católicas: son un tesoro precioso que hay que custodiar
y sostener; su presencia ha caracterizado la historia de la Iglesia por su
cercanía a los enfermos más pobres y a las situaciones más olvidadas… Aún hoy
en día, incluso en los países más desarrollados, su presencia es una bendición,
porque siempre pueden ofrecer, además del cuidado del cuerpo con toda la
pericia necesaria, también aquella caridad gracias a la cual el enfermo y sus
familiares ocupan un lugar central. En una época en la que la cultura del
descarte está muy difundida y a la vida no siempre se le reconoce la dignidad
de ser acogida y vivida, estas estructuras, como casas de la misericordia,
pueden ser un ejemplo en la protección y el cuidado de toda existencia, aun de
la más frágil, desde su concepción hasta su término natural”.
Encomendamos
a los enfermos, a sus familiares y acompañantes a la intercesión de María,
Salud de los enfermos. De este modo, abrazados a la cruz de Jesucristo,
encontrarán sentido, consuelo y esperanza.
Mensaje de
los Obispos de la Subcomisión Episcopal para la Acción Caritativa y Social
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