Sabemos que
una de las preguntas que más suelen hacerse los hombres ante una tragedia
cualquiera como una catástrofe natural, lo terrible de una guerra o del
terrorismo, o una circunstancia más cotidiana como es la enfermedad… la
pregunta es ¿dónde está Dios ahí? ¿Por qué calla? ¿Por qué no está? Serían
preguntas que conseguirían desmontar cualquier seguridad religiosa y que
pondría en crisis una serena vivencia espiritual ante la sospecha de que ese
presunto mutismo o esa aparente ausencia estarían delatando un silencio y una
fuga que se tornarían en acusación directa y condena sumaria señalando a un
Dios banal que parece no estar cuando más le necesitamos. No pocos así lo viven
y lo sufren, encontrándose desarmados ante una explicación que no terminan de
encontrar ni pueden hallar a alguien que las colme y las calme.
Pero, este
Dios ¿es así realmente extraño, temible e intrigante? Saramago acuñó una bella
definición desgarrada y desgarradora: «Dios es el silencio del universo, y el
ser humano el grito que da sentido a ese silencio», que se contrapone con la
hermosa y audaz del gran escritor inglés C.S. Lewis: «Dios… grita mediante el
dolor: el dolor es su megáfono para despertar a un mundo adormecido». Estamos
siempre ante un misterio cuando hablamos del dolor, y nosotros mismos callamos
y somos reacios a presentarnos allí donde una situación nos recuerda y hasta
nos restriega que somos pequeños ante lo tremendamente grande. Jesús mismo no
quiso estar al margen de estos escenarios, y vemos cómo se cruzaba con todas
las formas del dolor en su ministerio público en aquellos tres años de intensa
actividad.
Jesús pondrá
lágrimas en los ojos de Dios. Es la más incomprensible imagen de un Dios
Omnipotente: que también Él supo llorar misericordiosamente. Y hay situaciones
en las que necesitamos el respetuoso abrazo del mismo Dios, que no viene a
contarnos gracietas para entretenernos en la prueba, sino a mostrarnos la
divina solidaridad de quien vivió en carne propia el sufrir y el morir. Hay
momentos en los que necesitamos las lágrimas del mismo Dios, un Todopoderoso
conmovido con entrañas.
Hay tres
parábolas en las que Dios aparece como si le faltase algo, como si algo
importante se le hubiera extraviado, y es en ellas donde se nos dibuja
preciosamente la entraña misericordiosa de Dios. Él sale al encuentro de lo que
también formaba parte de su mismo ser. La dracma perdida, la oveja extraviada y
el hijo pródigo representan el progreso de cómo las cosas cotidianas se nos van
adentrando para formar nuestro personal universo, ese mundo que hace las veces
de casa y hogar en donde nuestra vida vive y convive, sueña y descansa, goza y
se duele, en nuestro domicilio existencial. Cuando éste se rompe, se nos
expropia, cuando lo llegamos a perder, entonces nuestra vida reclama el
reencuentro con esa moneda preciosa con la que nuestra vida puede sostenerse, o
con esa oveja que nos nutre y abriga, o especialmente con ese hijo que cada
mañana anhelamos que pueda regresar estando como estamos asomados a la ventana
de la esperanza para verle venir de lejos, salir corriendo a su encuentro,
abrazarle y colmarle de besos, vestirle de fiesta y adentrarle en la casa
encendida de un hogar que jamás se había apagado en la espera.
Año de la
misericordia, en donde Dios nos dice que nos quiere más que a una moneda o a
una oveja, y que somos ese hijo distraído, fugitivo, antojadizo, por el que
cada mañana otea el horizonte de nuestros caprichos para ver si ya estamos de
vuelta.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Arzobispo de Oviedo
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