domingo, 13 de marzo de 2016

Encontrar al que viene a buscarnos


Sabemos que una de las preguntas que más suelen hacerse los hombres ante una tragedia cualquiera como una catástrofe natural, lo terrible de una guerra o del terrorismo, o una circunstancia más cotidiana como es la enfermedad… la pregunta es ¿dónde está Dios ahí? ¿Por qué calla? ¿Por qué no está? Serían preguntas que conseguirían desmontar cualquier seguridad religiosa y que pondría en crisis una serena vivencia espiritual ante la sospecha de que ese presunto mutismo o esa aparente ausencia estarían delatando un silencio y una fuga que se tornarían en acusación directa y condena sumaria señalando a un Dios banal que parece no estar cuando más le necesitamos. No pocos así lo viven y lo sufren, encontrándose desarmados ante una explicación que no terminan de encontrar ni pueden hallar a alguien que las colme y las calme.

Pero, este Dios ¿es así realmente extraño, temible e intrigante? Saramago acuñó una bella definición desgarrada y desgarradora: «Dios es el silencio del universo, y el ser humano el grito que da sentido a ese silencio», que se contrapone con la hermosa y audaz del gran escritor inglés C.S. Lewis: «Dios… grita mediante el dolor: el dolor es su megáfono para despertar a un mundo adormecido». Estamos siempre ante un misterio cuando hablamos del dolor, y nosotros mismos callamos y somos reacios a presentarnos allí donde una situación nos recuerda y hasta nos restriega que somos pequeños ante lo tremendamente grande. Jesús mismo no quiso estar al margen de estos escenarios, y vemos cómo se cruzaba con todas las formas del dolor en su ministerio público en aquellos tres años de intensa actividad.

Jesús pondrá lágrimas en los ojos de Dios. Es la más incomprensible imagen de un Dios Omnipotente: que también Él supo llorar misericordiosamente. Y hay situaciones en las que necesitamos el respetuoso abrazo del mismo Dios, que no viene a contarnos gracietas para entretenernos en la prueba, sino a mostrarnos la divina solidaridad de quien vivió en carne propia el sufrir y el morir. Hay momentos en los que necesitamos las lágrimas del mismo Dios, un Todopoderoso conmovido con entrañas.

Hay tres parábolas en las que Dios aparece como si le faltase algo, como si algo importante se le hubiera extraviado, y es en ellas donde se nos dibuja preciosamente la entraña misericordiosa de Dios. Él sale al encuentro de lo que también formaba parte de su mismo ser. La dracma perdida, la oveja extraviada y el hijo pródigo representan el progreso de cómo las cosas cotidianas se nos van adentrando para formar nuestro personal universo, ese mundo que hace las veces de casa y hogar en donde nuestra vida vive y convive, sueña y descansa, goza y se duele, en nuestro domicilio existencial. Cuando éste se rompe, se nos expropia, cuando lo llegamos a perder, entonces nuestra vida reclama el reencuentro con esa moneda preciosa con la que nuestra vida puede sostenerse, o con esa oveja que nos nutre y abriga, o especialmente con ese hijo que cada mañana anhelamos que pueda regresar estando como estamos asomados a la ventana de la esperanza para verle venir de lejos, salir corriendo a su encuentro, abrazarle y colmarle de besos, vestirle de fiesta y adentrarle en la casa encendida de un hogar que jamás se había apagado en la espera.

Año de la misericordia, en donde Dios nos dice que nos quiere más que a una moneda o a una oveja, y que somos ese hijo distraído, fugitivo, antojadizo, por el que cada mañana otea el horizonte de nuestros caprichos para ver si ya estamos de vuelta.

         + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
         Arzobispo de Oviedo


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