Lo había dado todo: una vida al lado de María, en
medio de las incomodidades y en la obediencia. Tres años de predicación
revelando la Verdad, dando testimonio del Padre, prometiendo el Espíritu Santo
y haciendo toda clase de milagros de amor.
Tres
horas en la cruz, desde la cual perdona a los verdugos, abre el Paraíso al
ladrón, nos da a su Madre y, finalmente, su Cuerpo y su Sangre después de
habérnoslos dado místicamente, en la Eucaristía. Le quedaba la divinidad.
Su
unión con el Padre, la dulcísima e inefable unión con Él, que lo había hecho
tan potente en la tierra, como Hijo de Dios, y aún en la cruz mostraba su
realeza, este sentimiento de la presencia de Dios, debía ir desapareciendo en
el fondo de su alma, hasta no sentirlo más; separarlo de algún modo de Aquel
del que dijo que era una sola cosa con Él: "El Padre y yo somos una sola
cosa" (Jn 10, 30). En Él, el amor estaba anulado, la luz apagada; la
sabiduría callaba.
Se
hacía nada, entonces, para hacernos partícipes del Todo; gusano de la tierra
(Salmo 22, 7), para hacernos hijos de Dios. Estábamos separados del Padre. Era
necesario o que el Hijo, en el que todos nos encontrábamos, probara la separación
del Padre. Tenía que experimentar el abandono de Dios para que nosotros nunca
más nos sintiéramos abandonados. Él había enseñado que nadie tiene mayor
caridad de quien da la vida por los amigos. Él, la Vida, daba todo de sí. Era
el punto culminante, la expresión más bella del amor.
Su rostro está
detrás de todos los aspectos dolorosos de la vida; cada uno de ellos es Él. Sí,
porque Jesús que grita el abandono es la figura del mudo: ya no sabe hablar. Es
la figura del ciego: no ve; del sordo: no oye. Es el cansado que se queja. Roza
la desesperación.
Es el hambriento de unión con Dios. Es la figura del desilusionado, del traicionado, parece haber fracasado. Es miedoso, tímido, desorientado.
Es el hambriento de unión con Dios. Es la figura del desilusionado, del traicionado, parece haber fracasado. Es miedoso, tímido, desorientado.
Jesús
abandonado es la tiniebla, la melancolía, el contraste, la figura de todo lo
que es raro, indefinible, que parece monstruoso, porque es un Dios que pide
ayuda. Es el solitario, el desamparado. Parece inútil, un descartado,
trastornado. Lo podemos ver en cada hermano que sufre. Acercándonos a los que
se parecen a Él, podemos hablarles de Jesús abandonado.
A
los que se descubren semejantes a Él y aceptan compartir su suerte, Él se
convierte, para el mudo, la palabra; para quien no sabe, la respuesta; para el
ciego, la luz; para el sordo, la voz; para el cansado, el descanso; para el
desesperado, la esperanza; para el separado, la unidad; para el inquieto, la
paz. Con Él, las personas se transforman y lo absurdo del dolor adquiere
sentido.
Él
había gritado el por qué, al que nadie había dado respuesta, para que
tuviéramos la respuesta a cada porqué.
El
problema de la vida humana es el dolor. Cualquier tipo de dolor, por más
terrible que sea, sabemos que Jesús lo ha hecho suyo y transforma, por una
alquimia divina, el dolor en amor.
Por
experiencia puedo decir que apenas nos alegramos de un dolor, para ser como Él
y luego seguimos amando haciendo la voluntad de Dios, el dolor, si es
espiritual desaparece, y si es físico se convierte en yugo suave.
Nuestro
amor puro en contacto con el dolor, lo transforma en amor; en cierto modo lo
diviniza, casi continuando en nosotros --si así podemos decir-- la divinización
que Jesús hizo del dolor.
Y
después de cada encuentro con Jesús abandonado, amado, encuentro a Dios de un
modo nuevo, más cara a cara, más evidente, en una unidad más plena.
La
luz y la alegría vuelven y, con la alegría, la paz que es fruto del Espíritu.
La
luz, la alegría,! la paz que nacen del dolor amado impactan y conquistan a las
personas más difíciles. Clavados en la cruz se es madre y padre de almas. La
máxima fecundidad es el efecto.
Como
escribe Olivier Clément «el abismo, que por un instante abrió aquel grito,
se ve colmado por el gran soplo de la resurrección».
Se anula cualquier tipo de desunión, la separación
y las rupturas son sanadas, resplandece la fraternidad universal, da lugar a
milagros de resurrección, nace una nueva primavera en la Iglesia y en la
humanidad.
Chiara Lubich
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