La soledad
del Sábado -"Sabat" judío, descanso-, puede ser un encuentro en el
silencio que acusa recibo de las soledades en que quedan los hombres tras una
muerte. El muerto, y los vivos que lo aman, cada uno en su lado de la historia
humana, están solos cuando acaba el sepelio. El Sábado Santo es como la
celebración litúrgica de todas las soledades. Su sentido patético cursa como un
arroyo hasta encontrar el gran río del sufrimiento desaliñado pero fértil de
María, la madre de la Iglesia, la Madre de Jesús.
La
comunión con ese corazón sufriente durante un viernes y un sábado judío, es un
tesoro de ciencia y conocimiento del misterio religioso que acompaña al hombre
como parte de su identidad genética. La comunión con los muertos que
ahora tienen alguna forma de vida, es común en todas las religiones. Pero la
comunión con los vivos, que pasada la puerta de la muerte escuchan, oyen,
hablan y acuden al diálogo interviniendo incluso en el mundo físico que
llamamos 'esta vida', la religión que más la ha desarrollado es la cristiana.
El cristianismo tiene en su fundamento de fe la comunión de los santos. Los que
entran al reino, están vivos, comunicantes.
La
comunión más perceptible es la que se logra con María, la Madre que une
umbilicalmente a la Iglesia con su Hijo, el Padre y el Espíritu. Y el Sábado
Santo hay como una gracia especial para esa comunión. Sin palabras muchas, sin
razonamientos pesados, sin promesas ni votos incumplibles, la presencia suya en
la vida del espíritu cristiano que ora en soledad, es apreciable a simple vista
de la fe. Alimenta solo con misterio de amor presente, como hizo con la primera
iglesia reunida con temor, en lo escondido una sala amplia de la segunda
planta, donde vibraba aún el eco emocional de las cuerdas bucales de su hijo
diciendo: "Esto es mi cuerpo... Esta es mi sangre"... Ella lo
entendería aquella misma noche, porque era la Madre de la Esperanza. Lo que a
nosotros nos lleva sosteniendo dos mil años en la fe, la vuelta del amado que
se fue, ella lo concentró en un solo 'sabat', un descanso, un sábado judío en
el que uno no podía ni moverse. Pero ella se movió, como su Hijo. Con la espada
clavada en el alma, que el viejo Simeón le había profetizado, fue capaz de
volar en silencio hasta el sepulcro, y entender la promesa que había hecho.
¡Volveré y os llevaré conmigo!
María del
tiempo sagrado viajó en su soledad a todos los tiempos de su hijo. Incluyendo
siglo XXI. Y aquí está, como aquella noche del año 33 desde su parto en Belén,
sosteniendo la vida de los nacidos a su fe, atemorizados, gritando como ella:
¡¿Dónde estás?!
La Madre
de Esperanza, fue madre del encuentro y lo seguirá siendo tras la muerte.
Manuel
Requena
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