domingo, 31 de diciembre de 2017

Una niña de gran­des ojos



Di­cen que du­ran­te las pri­me­ras lu­ces del 1 de enero pasa la Paz por nues­tras ca­lles. En ese pre­ci­so ins­tan­te en que los ma­yo­res ya des­ve­la­dos ven­ti­lan y or­de­nan sus ho­ga­res, los ni­ños se des­pe­re­zan y se es­ti­ran so­bre el edre­dón de la cama y los jó­ve­nes vuel­ven, a cuen­ta go­tas, de las fies­tas de no­che ­vie­ja.

Este, como mu­chos otros años, las per­so­nas que lo sa­ben, es­pe­ran a la Paz. Al­gu­nos pu­sie­ron un ve­lón rojo en­cen­di­do en su ven­ta­na, para que cuan­do la Paz pase y lo vea se dig­ne en­trar.
Así, mien­tras to­ma­ba en un bar el café ne­gro de la ma­ña­na, con­tem­plé a don Fe­li­pe, que vive solo, pe­ga­do a los cris­ta­les, con la mi­ra­da hui­da ha­cia un ho­ri­zon­te en es­pe­ra de la vi­si­ta de sus hi­jos, que des­de hace tiem­po no vie­nen, ata­rea­dos en mil queha­ce­res.
La se­ño­ra Jua­na, tras los vi­si­llos re­bus­ca el con­sue­lo, mien­tras mira de reojo a su ma­ri­do en­fer­mo.
Ma­teo, el peón, sale al qui­cial a apu­rar las pri­me­ras bo­ca­na­das del ci­ga­rro. Tie­ne una se­ria le­sión en la es­pal­da que le im­pi­de tra­ba­jar y mien­tras con­tem­pla el humo, re­vi­ve la an­gus­tia de las po­cas po­si­bi­li­da­des que le que­dan para vi­vir con dig­ni­dad.
So­le­dad, una mu­jer de 54 años que el tiem­po dejó apar­ca­da en los pri­me­ros días de su ni­ñez, jue­ga con una mu­ñe­ca de tra­po, mien­tras sus an­cia­nos pa­dres, apo­ya­dos uno en el otro, la mi­ran des­con­so­la­dos y vi­gi­lan­tes con las lá­gri­mas en los ojos.
Don Ma­nuel, abre las puer­tas de su igle­sia, como to­das las ma­ña­nas para re­zar. Y an­tes de en­trar, mira a un lado y a otro de la ca­lle va­cía, y deja que una cier­ta de­sola­ción le opri­ma el pe­cho.
Pe­tra, sien­te que este año tie­ne que ser dis­tin­to, pues siem­pre se al­bo­ro­ta por nada, pero es su for­ma de ser, aun­que no lo quie­ra, y ru­mia todo esto mien­tras va­pu­lea cada vez con más fuer­za una al­fom­bra en el bal­cón.
El jo­ven San­ti, da vuel­tas al desa­yuno y mira el re­mo­lino sin fin que hace en­si­mis­ma­do con la cu­cha­ra. Es­ta­ba enamo­ra­do y ha su­fri­do el desamor. Ayer no sa­lió de casa.
Mien­tras, el te­le­vi­sor ha­bla y ha­bla de gue­rra, de vio­len­cia, de in­jus­ti­cias, de te­rro­ris­mo, de anal­fa­be­tos y ham­brien­tos, de en­fer­mos de sida, de mu­je­res mal­tra­ta­das, de ase­si­na­tos, de co­rrup­ción… no­ti­cias te­le­vi­sa­das de un año, imá­ge­nes que nos acos­tum­bran al es­pan­to.
Unos jó­ve­nes que vol­vían de pa­sar la úl­ti­ma no­che del año, con la son­ri­sa en los la­bios y la boca lle­na de can­ta­res me di­je­ron que se cru­za­ron en el ca­mino con unas ni­ñas de gran­des ojos. Res­pon­dían a los nom­bres de Ter­nu­ra, Jus­ti­cia y Mi­se­ri­cor­dia…. les acom­pa­ña­ba un niño pe­que­ño, des­nu­do, que se lla­ma­ba Per­dón.
Una a una se fue­ron apa­gan­do las can­de­las en las ven­ta­nas de mi ca­lle. Se re­co­gie­ron y guar­da­ron para otra no­che, para otro paso de año, para al­ber­gar otra es­pe­ran­za de Paz en el co­ra­zón de cada uno.
¡Ánimo y ade­lan­te!
+ An­to­nio Gó­mez Can­te­ro
Obis­po de Te­ruel y Al­ba­rra­cín



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