Este domingo comenzamos el tiempo de Adviento y deseo acercarme
a vosotros para recordaros la importancia de estar dispuestos a acoger
a quien es el único que hace posible un mundo mejor. La llegada de Dios
a esta historia por la Encarnación en María es singular, pues nos ayuda
a entender que no solamente existe la última venida al final de los
tiempos: Él desea venir siempre a través de nosotros. Hoy sigue llamando
a la puerta de nuestro corazón y nos hace las mismas preguntas que hizo
a su Santísima Madre, figura privilegiada del Adviento: ¿estás dispuesto
a darme tu tiempo, tu carne, tu vida, tu amor, lo que eres y sabes, es decir,
tu vida entera? El Señor quiere entrar en la historia humana a través
de nosotros. Esto es lo que os invito a vivir, a aprender de nuevo en el
tiempo de Adviento.
El compromiso del Adviento ha de ser llevar la alegría a los demás,
aquella que llevó la Virgen María a su prima Isabel, que hizo posible
que Juan Bautista, aún en el vientre de su madre, saltase de gozo y que
la propia Isabel sintiese la necesidad de reconocer la dicha de
quien cree en Dios y se pone en sus manos con todas las consecuencias. Llevar
la alegría de Dios a los hombres de nuestro tiempo es el verdadero regalo
de Navidad; llevemos la alegría de haber conocido a
Dios en Cristo.
Por otra parte,
en el Adviento llega una verdad, un camino, una vida, una paz absoluta
a nuestra vida; pues la noticia de que Dios se interesa por nosotros, sobrecoge.
Tiene tal trascendencia en nuestra vida que no tenemos palabras para
describirlo. Pensar que el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob no es un
Dios que se queda en el cielo, desinteresándose de nosotros y de nuestra
historia, sino que es un Dios que viene, que no deja nunca de pensar en el
ser humano, que respeta totalmente nuestra libertad, que desea encontrarse
con nosotros y visitarnos, que quiere venir y vivir en medio de los
hombres, permanecer a nuestro lado; que elimina y nos libera del mal y
de la muerte y de todo aquello que nos impide ser felices. Que, en definitiva,
viene a salvarnos, nos llena de tal alegría que, necesariamente, surge
desde lo más profundo del corazón el prepararnos y esperarlo activamente.
Vivimos un
tiempo de la historia de la humanidad en el que el protagonismo de
los cristianos es necesario y urgente. Ayudemos a la humanidad a salir
al encuentro de Dios que viene y quiere a los hombres, unámonos a todos
los que de formas diferentes, en todas las latitudes de la tierra, anhelan
un mundo mejor, pleno de fraternidad, de justicia. El Adviento es un
tiempo oportuno para que los cristianos nos unamos a todos los hombres
que buscan, que quieren y trabajan por un mundo más justo y fraterno, de
cualquier nación, cultura, raza y religión, con motivaciones diferentes,
pero todos albergando el deseo de la justicia y de la paz.
La palabra Adventus tiene su importancia
cuando la traducimos y vemos su significado: presencia, llegada,
venida… Era referida a grandes personajes e incluso a la divinidad.
Los cristianos la comenzamos a usar desde el principio para expresar
la relación con Jesucristo, Dios mismo, el Rey que entró en la tierra
para visitar a todos los hombres. Cantamos, vivimos, esperamos la visita
de Dios. Os invito a prepararnos para acogerlo y captar su presencia:
1. Permaneciendo
despiertos y vigilantes (Cfr. Lc 13, 33-37): miremos los signos del tiempo. Vigilemos la vida de los hombres,
sus necesidades, sus miedos, sus armas para defenderse. ¿Acaso no vemos
la necesidad que tenemos de que el Señor venga a nuestra casa, que es
este mundo? Y lo haga para decirnos nuestra tarea, la que tenemos como
imágenes que somos de Dios, y así convertir nuestra casa en una casa en
la que todos tengan vida, amor necesario para crecer y desarrollarse
como personas –pues sin él somos unos desconocidos– y la capacidad de
entrega donde aprendamos una y otra vez que nuestra vida no es para retenerla
sino para darla… Una casa en la que todos tengan un lugar y sean reconocidos
como hermanos. Esto solamente es posible si vivimos en espera, en la
espera del Señor, al igual que vivieron María y José: en esperanza. Entendiendo
el sentido del tiempo y de la historia como ocasión propicia para la
salvación, para que llegue el reino de Dios, reino de justicia de amor y
de paz. ¿Somos observadores despiertos y vigilantes? ¿Qué vemos?
2. Siendo
mensajeros, testigos de la luz, siendo su voz y preparando el camino
(Cfr. Mc 1, 1-8 y Jn 1, 6-8. 19-28): Hay que avisar
que es un tiempo de presencia y de espera de lo eterno, que es tiempo de
alegría, que la luz llega a los hombres, que todas las oscuridades que
hay en esta historia, en la vida personal y colectiva de todos los pueblos,
tienen salidas. En el presente vivimos proyectados hacia el futuro
que está lleno de esperanza con el Salvador que anunciamos. Preparemos
el camino al Señor que desea estar en medio de nosotros. Despierte en
nosotros el verdadero sentido de la espera; no es una espera pasiva,
volvamos el corazón a nuestra fe, volvamos el corazón a Cristo, el Mesías
esperado durante siglos que nació en la pobreza de Belén y enriqueció
a todos los hombres ofreciendo el don de su amor y salvación. ¿Nos sabemos
enviados a preparar el camino para que el Señor se haga presente? ¿Somos
testigos de la luz, voz que la anuncia, es decir, convencidos de que no
somos la luz, sino que la hemos visto y damos
testimonio de la misma?
3. Sabiéndonos
elegidos para dar rostro a Jesucristo en esta historia (Cfr. Lc 1,
26-38): Por gracia hemos sido llamados a la pertenencia
eclesial, somos miembros vivos de la Iglesia, tenemos la misión de anunciar
la alegría del Evangelio, de mostrar el rostro del Señor que es dador de
vida a todos los hombres; hemos de regalar el amor que tiene un nombre
en Jesucristo: su misericordia a los hombres. Un amor que va más al fondo,
más adelante, más allá y más atrás de todas las situaciones que viva cualquier
ser humano. Y siempre para ser consecuentes con el planteamiento de Jesús
en la parábola del juicio final: «Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o
con sed, hambriento o desnudo, enfermo o en la cárcel, cuándo te vimos
solo y sin tener un lugar donde aposentarte?». Y la respuesta del Señor
fue: «Cada vez que se lo hicisteis a uno de estos mis hermanos, a mí me lo
hicisteis». Al igual que María, nosotros hemos sido sorprendidos por
Dios, nos ha llamado, nos pide que lo sigamos, que mostremos el rostro
de Jesucristo. Con el gusto, la gracia, el amor, la inmediatez con que
lo hizo María cuando se lo pidió el ángel de parte de Dios. Como María,
digamos: «Aquí estoy, hágase en mí como me pides y me has dicho». Es la
respuesta que se merece un Dios que ha contado con los hombres para anunciar
su Reino, para dar y regalar esperanza a esta humanidad que, muy a menudo,
tiene motivos para estar triste y sin esperanza: tantas guerras, luchas,
discriminaciones, pobrezas, soledades, enfermedades, heridas en
lo más hondo de la dignidad humana… ¿Cómo dar rostro al Señor en todos
los lugares donde me muevo: familia, trabajo, amigos? ¿Cómo lo vivo
con los que más necesitan?
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos Card. Osoro Sierra,
Arzobispo de Madrid
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