El último mes nos ofrece perspectiva de todo el
año. Recordamos, agradecemos, pedimos perdón, nos entristecemos y
nos alegramos. Recibir pronto un año nuevo también nos
ilusiona, al tiempo que nos trae algún lógico temor. La Iglesia
nos ofrece el tiempo de Adviento y, con él, un nuevo año litúrgico, que
se anticipa al civil, con sus celebraciones y un ciclo nuevo de lectura
de la Palabra de Dios. Antes de la Navidad, tenemos unas semanas coloreadas
por la espera del nacimiento del Salvador,
el Hijo de Dios hecho hombre, nacido de María Virgen y envuelto en pobreza
y fragilidad. El Adviento nos va mostrando la esperanza
que necesita y ansía la humanidad desde siempre.
La esperanza cristiana fija la mirada en la llegada del reino de
Dios, en el cumplimiento pleno de su promesa. Mientras va llegando, vamos
disfrutando anticipos de ese reino. No nos detenemos, no desesperamos.
Para un cristiano siempre hay esperanza, aun cuando se vean pocos signos
e incluso cuando todo parezca en contra. Porque nuestra esperanza se
fundamenta solamente en Dios todopoderoso. En consecuencia, confiamos
en su poder paciente, suave, sigiloso, que al mismo tiempo es eterno,
firme, lleno de sacudidas y transformador. Un poder muy diferente a
los poderes humanos que conocemos.
Nuestra esperanza surge de creer con todo nuestro ser, confesar con
los labios y practicar con las obras que Jesús es el Hijo de Dios, de modo
que Él permanece en nosotros y nosotros en Él (cf 1Jn 4,15). Nadie nos
puede arrebatar esta certeza de fe. Pero en medio de todo lo que nos rodea,
asumiendo la búsqueda y la necesidad que tienen tantas personas de
encontrar verdadera esperanza, urge vivir despabilados para
hallarla, para acogerla, para repartirla.
Es Jesús, Hijo de Dios, nacido de una mujer sencilla, quien nos muestra
cómo abrir los ojos para vivir como buscadores de esperanza y encontrarla.
Lo hace cuando Él confía su plan a unos simples pescadores
de Galilea; cuando toca a leprosos, ciegos y cojos o se deja
tocar para sanar; cuando se conmueve y hasta llora ante la muerte de seres
queridos. Lo explica detalladamente cuando dice palabras bienaventuradas
que consuelan, sacian, enriquecen, pacifican, llenan de misericordia
y visibilizan el rostro de Dios. Lo manifiesta, final y totalmente,
con la esperanzadora victoria sobre la muerte, la resurrección.
Las palabras
y los hechos de Jesús nos espabilan para “vivir despiertos”, en
plena luz. Es decir, para ser humildes, para luchar por la
paz y la justicia, para “misericordiar”, para encontrar consuelo en
el sufrimiento, para tocar lo despreciable de este mundo y ponerlo en
bandeja de dignidad. Las palabras y los hechos de Jesús nos impulsan
a vivir atentos para distinguir al que sufre; para
desperezar a quienes viven dormidos sobre sí mismos; para “accidentarnos”
en la defensa del débil.
“Vivir despiertos”, en plena luz, es proclamar que
ya llega y ya hemos recibido la esperanza que necesita la humanidad:
Jesús, el Hijo de Dios. Anunciar y confirmar esta verdad nos sostiene en
el que la ha regalado y nos da la fortaleza de las gentes con esperanza,
las que tienen los ojos del corazón bien abiertos, día y noche, y no descansan
hasta que la luz de Dios ilumine todas las tinieblas de la tierra, que
no son pocas.
Si buscas
llenar tu vida, camina hacia Jesús, el Hijo de
Dios, esperanza viva del ser humano. Él viene a tu encuentro en cada persona
y en cada acontecimiento. ¡Ten ojos para Dios, ten ojos
para los demás!
+ Luis Ángel de las Heras, CMF
Obispo de Mondoñedo-Ferrol
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