El tiempo de Adviento ya comenzado, contiene dos llamadas importantes
que afectan a la fe concreta de los católicos y de aquellos que nos quieran
escuchar: La celebración de la Concepción Inmaculada de la Madre de
Jesús y su disposición a recibir en nosotros a Cristo, siempre pero
también en esta Navidad, y hacerlo nosotros como Ella.
No sé si compartimos el intenso gozo espiritual que expresa el poeta
Dante cuando contempla a la Virgen María como “La más humilde y a la
vez la más alta de todas las criaturas, término fijo de la voluntad eterna”
(Paraíso, XXX III, 3). En María resplandece la
eterna bondad del Creador que, en su plan de salvación, la escogió de antemano
para ser Madre de su Hijo Unigénito y, en previsión de la muerte de Él,
preservó a Ella de toda mancha de pecado. Ya sabemos, sin duda, el contenido
del dogma de la Inmaculada. Pero tal vez no hemos sacado todas sus consecuencias
para nuestra vida. ¿Les importa considerar conmigo algunas de estas
consecuencias con la mirada sobre María, la Inmaculada?
En la Madre de
Cristo y Madre nuestra se realizó perfectamente la vocación de todo
ser humano: todos, hombres y mujeres, estamos llamados a ser santos e
inmaculados ante Dios por amor. Pero, ¿quién puede llegar a esta cumbre?
Ciertamente es difícil; y cuando lo comprobamos pueda ser que nos desanimemos:
“Mejor lo dejamos”, dicen muchos. Esto es lo que quiere nuestro mundo,
tremendamente mediocre y tantas veces incapaz de hacer esfuerzo.
No, hermanos, al mirar a la Virgen se aviva en nosotros, sus hijos, la
aspiración a la belleza, a la bondad y a la pureza de corazón. Su candor
celestial nos atrae hacia Dios, ayudándonos a superar la tentación de
una vida mediocre, hecha de componendas con el mal, para orientarnos con
determinación hacia el auténtico bien, que es fuente de alegría.
Después de celebrar
la fiesta de la Inmaculada, entraremos en esos días de sugestivo clima
de preparación para la Navidad. Clima que, por desgracia, sufre todo
un embate de contaminación comercial, que corre el peligro de alterar
el auténtico espíritu, que ha de caracterizarse por el recogimiento,
la sobriedad y una alegría no exterior sino íntima. Miren ustedes la
iluminación de nuestras ciudades y pueblos y comprobarán que con mucha
frecuencia son luces, adornos… pero que no aluden directamente a la
fiesta que celebramos, pues se quedan en ornamentación que puede valer
para cualquier fiesta de invierno. No acepten, por favor, ese fraude.
En este sentido,
es providencial que la fiesta de la Madre de Jesús se encuentre casi
como puerta de entrada a la Navidad, puesto que Ella mejor que nadie
puede guiarnos a conocer, amar y adorar al Hijo de Dios hecho hombre. Dejemos,
pues, que Ella nos acompañe; que sus sentimientos nos animen, para que
nos preparemos con sinceridad de corazón y apertura de espíritu a
reconocer en el Niño de Belén al Hijo de Dios que vino a la tierra para
nuestra redención y felicidad. Caminemos juntamente con Ella en la
oración, y acojamos la repetida invitación que la Liturgia de Adviento
nos dirige a permanecer en vela, porque el Señor no tardará: viene a
librar a su pueblo del pecado.
¿Por qué no celebrar
con ese espíritu la fiesta de Santa María, Madre de Dios, el 18 de diciembre,
puesto que es posible hacerlo en la Archidiócesis de Toledo en Rito
Hispano-Mozárabe? Ella nos preparará para tan gran misterio, pues es
Virgen de la Esperanza, Virgen de la O, y estamos seguros que ruega por nosotros.
+ Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo y Primado de España
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