martes, 19 de diciembre de 2017

Pre­pa­rar­se cris­tia­na­men­te para la Na­vi­dad

Se acer­ca la Na­vi­dad. Con fre­cuen­cia nos que­ja­mos del ses­go que va to­man­do la Na­vi­dad en una so­cie­dad mar­ca­da por el bie­nes­tar ma­te­rial, el con­su­mo, la di­ver­sión, la su­per­fi­cia­li­dad y la in­di­fe­ren­cia re­li­gio­sa. Nos due­le cuan­do se ocul­ta su sen­ti­do cris­tiano en ador­nos pú­bli­cos o en fe­li­ci­ta­cio­nes, o se pro­mue­ve la desa­pa­ri­ción en es­pa­cios pú­bli­cos de los sím­bo­los na­vi­de­ños tí­pi­ca­men­te cris­tia­nos.

Pero, si so­mos sin­ce­ros, re­co­no­ce­re­mos que ese am­bien­te con­su­mis­ta, he­do­nis­ta y pa­gano ha he­cho ya me­lla en mu­chos cris­tia­nos. En lu­gar de la­men­tar­nos de­be­ría­mos fa­vo­re­cer en no­so­tros mis­mos y en los de­más una bue­na pre­pa­ra­ción a la Na­vi­dad en el Ad­vien­to, que pide la con­ver­sión de men­te, co­ra­zón y vida a Cris­to, que vie­ne a nues­tro en­cuen­tro. El Ad­vien­to nos ex­hor­ta a una es­cu­cha más fre­cuen­te de la Pa­la­bra de Dios, a una ora­ción más in­ten­sa, a una ce­le­bra­ción asi­dua de los sa­cra­men­tos y a una ca­ri­dad más fuer­te con los po­bres y ne­ce­si­ta­dos. De una se­ria pre­pa­ra­ción de­pen­de la ce­le­bra­ción go­zo­sa de este acon­te­ci­mien­to de fun­da­men­tal im­por­tan­cia para cada uno de no­so­tros, de la hu­ma­ni­dad y de la his­to­ria: Dios vie­ne a no­so­tros en su Hijo, que nace en Be­lén, y nos ofre­ce su amor, su vida y su sal­va­ción.
Un modo muy con­cre­to de pre­pa­rar­nos para la Na­vi­dad es re­cu­pe­rar en nues­tras ca­sas los sím­bo­los cris­tia­nos na­vi­de­ños, como son el be­lén y el ár­bol, y ha­cer­lo con fe.
El be­lén en casa es una in­vi­ta­ción a la fe, al amor y a la unión en la fa­mi­lia. No pue­de re­du­cir­se a una mera cos­tum­bre o a un mo­ti­vo de­co­ra­ti­vo pro­pio de este tiem­po de Na­vi­dad; y no debe po­ner­se por­que nos lo pi­den los ni­ños. La fa­mi­lia cris­tia­na es una igle­sia do­més­ti­ca, don­de pa­dres e hi­jos oran, vi­ven y ce­le­bran la fe. Ha­cer en­tre to­dos  el be­lén es ade­más una oca­sión pri­vi­le­gia­da para cre­cer en el amor mu­tuo, en la uni­dad y en el mu­tuo co­no­ci­mien­to, y es una ma­ne­ra de ex­pre­sar la fe. Po­ner el be­lén re­cuer­da a to­dos que es­tán vi­vien­do un tiempo es­pe­cial, en el cual Dios les ma­ni­fies­ta con cla­ri­dad su in­fi­ni­to amor. Así mis­mo, el be­lén debe ayu­dar a que la fa­mi­lia tome con­cien­cia de que el Niño de Be­lén es el mis­mo Je­sús que será cru­ci­fi­ca­do y que re­su­ci­ta­rá en la Pas­cua glo­rio­sa, para la sal­va­ción de cada uno de ellos y de toda la hu­ma­ni­dad. El be­lén en el ho­gar se con­vier­te así en una es­pe­cial lla­ma­da de Dios a to­dos los miem­bros de la fa­mi­lia a pre­pa­rar­se es­pi­ri­tual­men­te para co­no­cer me­jor y cre­cer más en el sig­ni­fi­ca­do sal­ví­fi­co que tie­ne el na­ci­mien­to de Cris­to; es tam­bién una oca­sión para un en­cuen­tro más per­so­nal con Je­sús y avan­zar cada día en la con­ver­sión.
El be­lén en casa es pre­sen­cia viva de Je­sús en la fa­mi­lia. A su al­re­de­dor, la fa­mi­lia cris­tia­na se reúne para pre­pa­rar y ce­le­brar la Na­vi­dad: Je­sús nace en el pe­se­bre de Be­lén por amor a to­dos y a cada uno de no­so­tros. Cuan­do la fa­mi­lia ora al­re­de­dor del be­lén -cos­tum­bre que es ne­ce­sa­rio res­ca­tar-  allí, aun­que de un modo in­vi­si­ble, Je­su­cris­to está pre­sen­te y la acom­pa­ña en su ora­ción; pues Él nos en­se­ñó que “don­de es­tán dos o tres reuni­dos en mi nom­bre, allí es­toy yo en me­dio de ellos” (Mt 18, 20). La ima­gen del niño Je­sús en el pe­se­bre es un signo que ayu­da a que la fa­mi­lia crez­ca en la vi­ven­cia de una reali­dad cier­ta, aun­que in­vi­si­ble a los ojos: Je­su­cris­to quie­re es­tar siem­pre pre­sen­te en la fa­mi­lia en to­das las cir­cuns­tan­cias de la vida. El be­lén, pues, de­be­ría una oca­sión de es­pe­cial re­no­va­ción  es­pi­ri­tual, de con­vi­ven­cia ca­ri­ño­sa, de más amor, de más paz, de me­jor pre­pa­ra­ción para la ve­ni­da de Cris­to en esta nue­va Na­vi­dad.
En­tre no­so­tros se ha ido es­ta­ble­cien­do tam­bién la cos­tum­bre de po­ner  el ár­bol de Na­vi­dad. Este ár­bol nos ha­bla del ár­bol de la Vida, plan­ta­do en el Pa­raí­so. Pero a su vez el ár­bol de Na­vi­dad nos re­mi­te al ár­bol de la Cruz, don­de Cris­to ven­ce al Ma­ligno: Je­sús en el ár­bol de la Cruz se cons­ti­tui­rá en el nue­vo ár­bol de la Vida. El ver­dor y la fres­cu­ra del ár­bol de Na­vi­dad son sím­bo­los de la vida del cre­yen­te que, por ac­ción de la gra­cia de Dios, debe per­ma­ne­cer lo­za­na y fron­do­sa. Las lu­ces del ár­bol de Na­vi­dad nos ha­blan de Cris­to, luz del mun­do. Y nos re­cuer­dan que la luz es sím­bo­lo de ale­gría, de vida, de fe­li­ci­dad, de glo­ria. La es­tre­lla co­lo­ca­da en lo más alto del ár­bol nos evo­ca la es­tre­lla de los Ma­gos, aque­lla que los guió a su en­cuen­tro con Cris­to.
Nues­tra fe viva y vi­vi­da en la ve­ni­da de Cris­to en la Na­vi­dad nos lle­va­rá tam­bién a dar pú­bli­co tes­ti­mo­nio col­gan­do en los bal­co­nes o ven­ta­nas de nues­tras ca­sas un sím­bo­lo de la Na­vi­dad cris­tia­na.
Con mi afec­to y ben­di­ción,
+ Ca­si­mi­ro Ló­pez Llo­ren­te
Obis­po de Se­gor­be-Cas­te­llón


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