“Todos los años, cuando cae la noche del 24 de
diciembre, la vieja Humanidad, arrastrando sus pies y sus harapos, agarrándose
a las paredes para no caerse porque sus envejecidos ojos ya no le sirven para
mucho, se acerca a la puerta del mundo y deja allí sus viejos zapatos,
agujereados y carcomidos y los deja más por una vieja rutina a la que no sabe
renunciar que por una verdadera esperanza. Ya sabe lo que ha ido encontrando en
ellos a lo largo de tantos años: guerras, decepciones, amarguras, niños muertos
o mujeres violadas. Pero ¿Quién sabe?, tal vez algún año algo cambie, aunque
teme que si cambiase ella apenas sabría reconocer ese cambio. Recuerda lo que
ocurrió hace dos mil diecisiete años: sobre los zapatos lloraba un bebé que
parecía distinto. Distinto no porque llorase de otro modo o fuera más alto, más
gordo o más hermoso que los demás. Distinto porque olía desmesuradamente a
Dios. ¿Y si fuera? Alguien había asegurado que la gran prueba de que Dios no
estaba decepcionado de los hombres era que estaba dispuesto a hacerse uno de
ellos. Y que una noche dejaría en los zapatos de la Humanidad el regalo de su
propio Hijo.
Dios era don,
era regalo; esto lo sabían; pero ellos preferían imaginarse otro tipos de
regalos: coches, pozos petrolíferos; y no un chiquillo que dijera: yo estoy
aquí porque necesito estar contigo. Y por eso, porque el regalo era tan
extraño, la vieja humanidad siguió sin enterarse y sigue la pobre, todos los
días 24 de diciembre, dando vueltas y vueltas. Un día cuando se entere de que
ser hombre se ha convertido en una cosa distinta y mejor, descansará y pondrá
campanillas verdes en el corazón de la Navidad.
José Luis
Martín Descalzo
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